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Cultura 4 de abril de 2024

Itinerarios de lectura: novela en progreso

La profesora de literatura, capacitadora docente y escritora Nomi Pendzik inaugura un espacio para analizar textos literarios. En su primera visita guiada, como denomina su autora, presenta una obra narrativa que se encuentra en proceso del uruguayo Inti Brugnoni.

Nomi Pendzik.

Por Nomi Pendzik (*)

¿A cuántos de nosotros nos pasó, queridos lectores? Empezamos a escribir un cuento o una novela, y pronto el bloqueo creativo terminó por disuadirnos. Del peligro de caer en las garras de ese temido fantasma habla la novela La cuna de los artistas frustrados. Su autor, Inti Brugnoni, es un joven escritor uruguayo que aterrizó en estas costas, más precisamente en cierta zona de Parque Luro.

La obra -aún en proceso de escritura- es la historia de Felipe Tosco Bettucci, un adolescente que se cree un genio de la literatura, pero que no ha escrito -que no puede escribir- ni una línea. El narrador en primera persona nos revela sus sentimientos, sus experiencias, sus emociones, las posibles causas de su bloqueo y sus demoledoras consecuencias. Vemos desde su óptica la terrible disolución de su familia, la falta de comprensión, pensamos lo que él piensa sobre el deterioro social que lo rodea. A partir del desgarro, empatizamos con ese narrador, nos ponemos en su castigada piel. Sentimos su impotencia, su bronca contra el mundo, y -quizás un poco cínicamente, concordando con el tono del personaje- compartimos sus penurias. Y contemplamos su tremenda paradoja: ha leído mucho, ha visto mucho cine, es gran consumidor de la zona maldita de la narrativa estadounidense, ve la vida a partir de lo que ha leído…, pero no puede escribir.

En cambio, Inti Brugnoni, su creador, que también ha leído mucho, sí puede hacerlo. Y lo hace muy bien. Notamos sus raíces de buen narrador en las alusiones a Candyman (Bernard Rose, 1992) o John Fante, por poner sólo dos ejemplos. Lo notamos en los matices del personaje, que recuerda tanto al Lazarillo como al rebelde Holden Caulfield de Salinger o al fétido Ignatius J. Reilly de La conjura de los necios, o a Bukowski o Carver. Estas referencias le dan al texto una profundidad y una expansión que lo multiplican y enriquecen.

Y ese conocimiento de la literatura se nota, especialmente, en la garra con que Inti describe las vicisitudes íntimas de su aspirante a escritor, y en cómo va resolviendo las escenas y las meditaciones de este personaje que nos parece una entrañable bomba a punto de estallar.

¿Cuál será el final de Felipe, ese escritor que no escribe? No podemos revelarlo todavía: la novela está en proceso. Pero vayan aquí estos tres pasajes para ir saboreando.

Inti Brugnone.

Inti Brugnone.

Tres fragmentos de la novela de Inti Brugnoni

Pienso en Dan Fante. No quiero pensar en nada, pero estoy muy agitado y ya no me dan las piernas para bailar. Es por el exceso de cigarrillos: me trago uno atrás del otro, al ritmo de la música.

Quiero seguir bailando como el tonto alegre que merezco ser, pero mis piernas se rinden, y mis pulmones ya no aguantan. Me voy a encerrar al cuarto, después de terminarme el whisky.

Sentado en la cama, es cuando pienso en Dan. No quiero pensar en él, pero ese hombre es el pensamiento más amigable que me ronda. Así de mal estoy.

Pienso en la terrible muerte de su padre -ciego, dictándole su última novela a la mujer, las manos amputadas por el serrucho de la diabetes-. Pienso en la vida terrible del mismo Dan, ahogándose en alcohol cuando no estaba disfrutando de unas merecidas vacaciones en el loquero. Ay, amigos, van a ser inmortales en mi corazón, como los cimientos de una construcción indestructible, hecha por el abuelo Fante.

No recuerdo dónde oí que la satisfacción máxima de un escritor es saber que un joven, muy lejos en la tierra y en el tiempo, entenderá su obra y la inmortalizará.

Tal vez me lo haya inventado, puede ser.

Yo soy ahora ese joven, y escribo, con amor y devoción, para algún otro joven que me lea quién sabe cuándo y bajo qué circunstancias. Oh, querido amigo, leé a los grandes, a los que me enseñaron. Yo soy el verdadero bravo de la escritura, pero ellos también tienen mucho para decirte: tienen tripas, y las saben usar.

Un vacío creció en mi pecho: pensé que, al menos, escribir esa carta sentimental a un joven sin cara era mejor que no escribir un carajo. Y juro que casi escribo toda esa mariconería: por suerte volví en mí, escupí sobre la tumba de los Fante y preparé saliva para escupir sobre las tumbas de los demás.


De mi madre heredé un potencial enorme para mentir. No sólo les miento a los demás, sino que también me digo a mí mismo una cosa por otra.

Mientras mastico una chipa, chiclosa y con gusto a mezcla de cartón corrugado y tiza, pienso que realmente necesito una novia.

A la mierda con esto del escritor, a la mierda con emborracharme a lo Bukowski y a la mierda con el éxito literario prematuro de mierda y con toda esa mierda y esta mierda y la mierda futura.

Quiero ser padre. Quiero ser Administrador de Consorcios. Quiero ser el marido de una esposa decente a la cual respetar —una gordita tradicional a quien le encantaría presentarse en las tiendas de ropa y electrodomésticos de María del Carmen diciendo Soy la Señora del Administrador Tosco Bettucci, y que a todos les importe—. Y quiero hijos para amar y educar exactamente al revés de como me “educaron” a mí.

Quiero hacer ejercicio y leer más, que me lo paso hablando de libros que apenas oí de nombre. Quiero inculcarles a mis hijos la disciplina del ejercicio y el hábito de la lectura. Quiero unirme a entidades como el Rotary, los Leones o la Sociedad de Fomento del Barrio. Me voy a dejar de estupideces y de cuentitos y versitos que nunca escribiré, y voy a ser algo más que un escritor talentoso desbordante de rencor y de rabia.

Y voy a empezar ahora mismo, me digo, y en medio del patio lanzo, por encima de las cabezas de mis parientes:

—¡Ma, quiero salir a correr!

—Ya va a estar el asado —protesta la entelequia Ruben, pero le mando la mirada del Bravo, esa que dice voscallate. Y Ruben se calla.

Igual me quedé, no salí: nunca es tarde para empezar, y el olor de la carne lista me hacía agua la boca.

Lo que sí hice, esperando el morfi, fue seguir más mujeres en Instagram. Necesitaba un buen complemento para que me motivara a ser algo más que letras bien puestas en miles de libros vendidos por todo el mundo.

Ay, Dios. Me diste el don de la palabra, pero te robaste a mis mujeres.


Estoy quieto frente al espejo, clavándole los ojos a mi yo del otro lado. Verme tanto me provoca un desagrado inquietante. Y más ahora, que a niveles estroboscópicos prendo y apago la luz del baño: a ver si en una de esas aparece el negro de Candyman. Vuelvo a moverme y a ser un tipito alegre y tonto. Si me quedo quieto, me invaden unos pensamientos del mundo real y todo eso, de la soledad y el fracaso y de las maravillas que podría estar escribiendo en lugar de estar bailando; en lugar de estar intentando huir de mi cerebro y de mi corazón y de la vida, sin los huevos suficientes como para pegarme un tiro o saltar por la ventana.

Recuerdo el tiempo en que amaba a otra rubia, cuando sabía que ella no me amaría jamás. Pero yo la pensaba a cada rato. No con odio, como ahora, sino con un gran afecto y deseándole lo mejor, aunque no me amara. Eso fue a principios del otoño, y yo tenía algo más que una mujer por conquistar: tenía la inmensa seguridad de que, pase lo que pase, este Bravo iba a darle a la tecla como un desaforado hijo de puta.

Y así era, buscaba la palabra exacta: una incierta búsqueda de la perfección literaria. Pero ya no me aguantaba demasiado en aquel tiempo, debía ponerme en movimiento para alejar demonios. Boxeaba frente al espejo, y lograba verme a la cara por largo rato, sin querer arrancarme a trozos cada parte de mi cuerpo, que en ese tiempo se mantenía atlético y fibroso por donde lo viera. Fofo, débil, ahora parezco una bolsita de leche en polvo.
Sigo corriendo y bailando por la casa, solo. Y es un baile pesado, un moroso arrastrarme por los ambientes: intentar pensar —y no te digo intentar escribir— cuando estás enamorado y no correspondido, no te trae más que insatisfacciones, y sobre todo en primavera.


(*) Nomi Pendzik es profesora de Literatura, capacitadora docente y autora de Troquel, Colihue y Sudamericana. Trabajó en todos los niveles de enseñanza y publicó una veintena de libros de texto, ensayo y narrativa. Dirige el periódico cultural Fin e integra el equipo pedagógico del Taller de Corte y Corrección. Es la esposa de Marcelo di Marco, con quien se radicó en Mar del Plata en el verano de 2023.