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Opinión 27 de febrero de 2022

La debilidad del gobierno, iluminada por el fuego

Vladimir Putin. Foto: EFE | EPA | Pavel Bednyakov.

Por Jorge Raventos
La decisión de Vladimir Putin de extender la intervención rusa en Ucrania más allá de las zonas de ese país en las que Moscú ya ejercía dominio en la práctica impulsó al gobierno, a principios de la última, tórrida semana, a avanzar en su posicionamiento ante el conflicto.

El prudente paso a paso de la Cancillería argentina se balanceaba hasta entonces al filo de varios riesgos. Uno, crucial en estos momentos, reside en desafiar irresponsablemente la posición de Estados Unidos, cuyo peso decisivo en el Fondo Monetario Internacional resulta un factor indispensable para que termine de cerrarse el acuerdo entre el país y el organismo de crédito.

Por cierto, la necesidad de una buena sintonía con Washington no equivale a cerrar los ojos a una compleja y cambiante realidad global que incluye otros actores no menos importantes para el país. China, por ejemplo.

Putin, la Casa Rosada y las Malvinas

Otro peligro que acechaba a la cautela original del gobierno al momento del reconocimiento por parte de Moscú de las regiones ucranianas separatistas, residía en legitimar (o consentir) un acto que contradice la posición argentina sobre las Islas Malvinas, generando así un antecedente jurídico negativo para los intereses permanentes del país. Como en Malvinas, en Ucrania una potencia dominante alega la defensa de derechos de una población implantada por ella en territorio ajeno para justificar su dominio.

Al extender la invasión, Putin empujó al gobierno argentino al rechazo que había economizado hasta ese momento.
“La República Argentina, fiel a los principios más esenciales de la convivencia internacional, hace su más firme rechazo al uso de la fuerza armada y lamenta profundamente la escalada de la situación generada en Ucrania”, estableció la Cancillería; y agregó: “por ello llama a la Federación de Rusia a cesar las acciones militares en Ucrania”. Fueron, con todo, palabras cautas. Si bien se mira, entonadas con la posición de Itamaraty y el gobierno de Brasil. Sintonizar ante la crisis con el socio estratégico de la Argentina no es una opción imprudente.

“Sine ira et studio”

El oficialismo tiene sin duda un grave problema intestino que le impide reaccionar rápido frente a situaciones muy demandantes. Tendrá que hacerse cargo de eso. Pero, por cierto, no se trata de reclamarle reacciones pavlovianos como lo han venido haciendo un sector de la oposición y algunas expresiones mediáticas, empeñadas en dibujar un escenario de culpables e inocentes absolutos.

Como puntualiza el gran columnista del New York Times Thomas Friedman, “hay una historia de fondo aquí que es relevante. El primer registro fue la decisión irreflexiva de EEUU en la década de 1990 de expandir la Otan después del colapso de la Unión Soviética (…) por qué EEUU decidió empujar rápidamente a la Otan a la cara de Rusia cuando era débil”. Friedman cita la opinión de quien fuera secretario de Defensa de Bill Clinton, Bill Perry, quien en 2016 en una conferencia del diario británico The Guardian, se refirió a las tensiones con Moscú: “En los últimos años, la mayor parte de la culpa se puede señalar a las acciones que ha tomado Putin. Pero en los primeros años EEUU merece gran parte de la culpa. Nuestra primera acción, que realmente nos puso en una mala dirección, fue cuando la Otan comenzó a expandirse, incorporando naciones de Europa del Este, algunas de ellas fronterizas con Rusia…, ellos se sentían muy incómodos con tener a la Otan justo en su frontera e hicieron una fuerte pedido de que no sigamos adelante con eso”.

Tener largas fronteras compartidas con un ejército ajeno (que había sido hostil y, como está demostrado, podía volver a serlo) es incómodo para cualquiera. Basta recordar la crisis de los misiles de 1962, cuando el mundo también estuvo al borde de un enfrentamiento dramático a raíz de la intención de Moscú de instalar armas atómicas en Cuba, en el “patio trasero” de Estados Unidos. La reacción de Washington fue naturalmente terminante, el Kremlin terminó retrocediendo y la tensión se descomprimió.

Friedman cita asimismo la palabra de un gran cerebro estratégico de Estados Unidos, George Kennan, que ya en 1998 observaba los vicios de la expansión occidental hasta los bordes de Rusia: “Creo que es el comienzo de una nueva guerra fría. Creo que los rusos reaccionarán gradualmente de manera bastante adversa…Creo que es un error trágico. No había ninguna razón para esto en absoluto. (…) Nos hemos comprometido a proteger a toda una serie de países, aunque no tenemos ni los recursos ni la intención de hacerlo de manera seria”.

Perspectivas como la que refleja Kennan contribuyen a entender mejor la situación ucraniana, sus matices y sus raíces, que los reclamos de posicionamiento tuerto de algunos sectores, inclinados a priori por alguna respuesta ideológica. Como enseñó Tácito, conviene estudiar los hechos “sine ira et studio”, es decir, ateniéndose a ellos y no a prejuicios.

El impulso externo

Por cierto, aun tomando en cuenta las motivaciones de seguridad nacional que incidieron (y ofrecieron justificaciones propagandísticas al Kremlin), el comportamiento de Vladimir Putin en los últimos acontecimientos, arrasando brutalmente no solo las formas de la legalidad internacional, sino la lógica misma que venía invocando (reclamaba que Ucrania no perteneciera a la Otan y lo había logrado: la organización occidental ya había declarado que esa incorporación no estaba en la agenda y el gobierno ucraniano había abandonado esa pretensión, “un sueño”, según el presidente de ese país), cambió la cualidad de los hechos.

Ese agresivo impulso imperial de Moscú convirtió en insostenible la primera intención del gobierno de Alberto Fernández de disfrazarse de árbol y mantener un calculado equilibrio sin herir la susceptibilidad de Putin. Y lo obligó -y lo obligará- a tomar decisiones que tensan la cuerda con el sector ideológicamente prorruso de su coalición. La conducta presidencial, iluminada por el fuego.

Más allá del tiempo que los actores políticos dedican a disputas entre coaliciones o internas a ellas, es inocultable que la situación del país está muy principalmente influida por lo que llega del mundo. El acuerdo con el Fondo -llave para evitar un default que empujaría al país a la condición de paria-, ha empezado a establecer un nuevo eje de reagrupamiento del oficialismo y del sistema político, que está en pleno desarrollo y que tendrá consecuencias en la configuración de opciones para 2023.

El reordenamiento del escenario mundial, cuya expresión más dramática se encarna es hoy la situación ucraniana, es otro factor que incide decisivamente en ese paisaje: quienes aspiren a gobernar el país (empezando por la actual administración) tendrán que encarar con seriedad sus posicionamientos internacionales y no determinarlos por simpatías ideológicas o simplemente por jugar a las visitas.

En fin, el mundo envía asimismo señales sobre la potencialidad de crecimiento que tiene la Argentina si acierta con su camino. El precio de la soja -ese yuyo, joya del comercio exterior del país- ha trepado a 630 dólares la tonelada: más dólares por exportaciones. También lanza desafíos: los combustibles incrementarán su precio por la crisis ucraniana: ¿no es hora de convertir en prioridad el desarrollo energético que guarda Vaca Muerta y convertir el reto en oportunidad?

Escepticismo y esperanza

El gobierno se ve empujado y tensionado por estas influencias externas: reacciona morosamente, sin suficiente convicción y erosionado por conflictos de su coalición que no puede ni conducir ni, en la práctica, contener.

Estos conflictos, incrementados por la evanescente autoridad presidencial, extienden en el oficialismo el escepticismo sobre sus chances electorales el año próximo. Los gobernadores (sin excluir a Axel Kicillof) maquinan ya la separación de los comicios locales de los nacionales, de modo de salvar la ropa en sus territorios y no ser arrastrados por un viento hostil. El cristinismo mismo parece ganado por ese espíritu y sus candidatos potenciales gambetean las postulaciones para la fórmula presidencial y prefieren guardarse para el distrito bonaerense, donde creen tener más posibilidades por el peso que su corriente aún mantiene en el conurbano.

A ese paisaje hay que sumar actitudes como la de Sergio Berni que, olfateando el mar de fondo que bulle en el seno del peronismo, acaba de anunciar que toma distancia del kirchnerismo para seguir un camino propio. Sus cuestionamientos al gobierno de Alberto Fernández, su explotación del tema seguridad y su constante protagonismo en situaciones de tensión pública, tienden a dibujar un liderazgo activo y enérgico, como contrafigura del desviamiento de la figura de Fernández.

Berni muestra más voluntad que escepticismo y en el peronismo hay otros, que comparten esa actitud: no todo el peronismo es escéptico; hay quienes se preparan, por ese motivo, para lanzarse al ruedo.

Lo que es evidente es que para competir con claridad en las elecciones internas (PASO) que legitimarán un candidato partidario dentro de 17 meses, quienes lo intenten deberán mostrar sin ambigüedades sus posturas sobre los temas que hoy dividen al oficialismo: participación en el mundo, acuerdo con el Fondo, actitud frente a los sectores de la producción y el trabajo. Y, ante todo, sobre una cuestión que hasta ahora la mayoría prefiere eludir, pero que constituye la condición central de confianza/ desconfianza que afronta el peronismo: su posicionamiento frente a la tendencia que se encarna en la vicepresidenta Cristina Kirchner.