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Opinión 8 de agosto de 2021

La erosión que crece entre frivolidades y postergaciones

Por Jorge Raventos

La evocación de San Cayetano, patrono del trabajo, empujó a las calles a decenas de miles de personas que sufren la carencia de un empleo formal o, lisa y llanamente, de una ocupación remunerada de cualquier tipo. Según la Encuesta Permanente de Hogares, hay casi un millón y medio de personas estadísticamente desocupadas, sobre una población económicamente activa (que tiene o busca empleo) de 12,9 millones. Entre los que no se contabilizan como desocupados, hay más de 6 millones de personas que trabajan en la informalidad.

Los movimientos sociales, que lideraron las manifestaciones, son el canal de expresión de esa amplia masa que ha crecido con la pandemia y que reside principalmente en el conurbano bonaerense. El Ministerio de Trabajo acaba de conceder personería gremial a la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP), que agrupa más de dos millones de miembros, empleados en cooperativas y redes en condiciones semiprecarias y sin relación de dependencia. La CTEP seguramente se integrará en la CGT en los próximos meses, cuando la central obrera consume la renovación de su vértice; entretanto -y desde principios de siglo- los movimientos sociales se han convertido en un actor reconocido e influyente del paisaje político.

En su última columna en Clarín, la periodista Silvia Naishtat recordaba una advertencia formulada cinco años atrás en el Sheraton de Mar del Plata por Paolo Rocca, el número uno del holding Techint. Fue en el coloquio de IDEA de 2017 cuando el reconocido referente empresario señaló: “Si no resolvemos el conurbano con una pobreza del 40%, va a ser muy difícil la gobernabilidad y tendremos hacia delante una alternancia con un populismo disruptivo”.

 

La postergación

 

En aquel momento gobernaba Mauricio Macri. Hoy, con Alberto Fernández en la Casa Rosada y pandemia mediante, el conurbano no ha cambiado, salvo en que alberga muchos más pobres. Su problemática sigue siendo el nudo gordiano de la gobernabilidad y las posibilidades de convivencia en el país. Pero, aunque la cuestión es destacada por los empresarios más fuertes y más lúcidos, por movimientos sociales y trabajadores y también por la Iglesia, no hay a la vista ni propuestas políticas ni acuerdos enfocados en desatar ese nudo.

La fijación de la llamada grieta es un obstáculo que se agrega para alcanzar ese objetivo. Parece difícil que el proceso electoral de renovación parlamentaria que ya está en marcha pueda determinar un desempate en la pulseada que libran las dos grandes coaliciones políticas.

Más allá de la contabilidad de los sufragios, que decretará que una de ellas consiguió más votos que la otra, todo permite aventurar que, así sea con leves variantes, la actual relación de fuerzas en el Congreso se mantendrá: el Frente de Todos conservará su ventaja amplia en el Senado y su condición de primera minoría -sin quórum propio- en la Cámara baja.

Lo que sí habrá cambiado en noviembre, cuando las urnas hayan cumplido su misión, es el nivel de apremio que impone la crisis de fondo del país, apenas anestesiada o diferida con procedimientos que ya tocan el límite.

Un persistente derrame social va colmando los rangos de la población menesterosa, empujando hacia abajo a las clases medias y convirtiendo en indigentes a los pobres. El parche del subsidio -un recurso desgastado- se financia con una inflación que agrava el mal y genera más víctimas y que crece pese a congelamientos de tarifas y controles de precios que fatalmente deberán abandonarse o serán abolidos por la realidad.

Lo que ha comenzado a descongelarse es el juicio sobre los subsidios. Voces fuertes señalan que no se puede convertir en permanente un instrumento transitorio por naturaleza. El presidente de la Asamblea Episcopal, monseñor Oscar Ojea, en su mensaje por la conmemoración de San Cayetano recordó la posición del Papa Francisco, en el sentido de que “la práctica de ayudar a la gente con dinero tiene que ser siempre una situación provisoria” y que hay que apuntar “a la creación de empleo genuino”.

Desde el gremio de trabajadores de la economía popular y desde los movimientos sociales se insiste en la misma tesitura: “Si no cambiamos la ecuación vamos a tener una sociedad de planes y lo que queremos es discutir el trabajo”. Estos señalamientos nada tienen que ver con el “pobrismo” que suele adjudicárseles a estas organizaciones. Por el momento, sin embargo, la política parece haber optado por el paliativo, que calma parcialmente el corto plazo y agrava las condiciones de fondo.

La manifestación más explícita de la crisis probablemente se demore hasta después de las elecciones de noviembre que, aunque están lejos de apasionar a una población fastidiada por la impotencia de la política, todavía sostienen algún hálito de esperanza. La orquesta todavía suena en la cubierta del Titanic.

 

El desgaste de la autoridad

 

Está claro que inmediatamente después de noviembre esa esperanza se pondrá al cobro, la cuota de tolerancia que suele suceder a una elección (siempre menor, de todos modos, si se trata de un comicio no presidencial) está prácticamente agotada.

La crisis social (y económica) se sobreimprime a una crisis de gobernabilidad, cuyo rasgo más notorio es el continuo eclipse de la autoridad presidencial. Por debajo de esa creciente erosión, se debilitan o se degradan buena parte de los dispositivos que normalmente mantienen la cohesión social, desde la confianza en la Justicia hasta la disciplina colectiva o el respeto a las disposiciones de las autoridades. Ante la pandemia, los poderes nacionales o locales se han visto forzados a flexibilizar reglas o a hacer la vista gorda frente a su incumplimiento cuando comprobaron que no serían acatadas y que se volvería impracticable hacerlas obedecer: el pragmatismo es un reflejo defensivo que confirma y agudiza el desgaste.

El proceso que lleva a la oficialización de candidaturas de las fuerzas políticas a través de las Primarias, Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) ofreció ejemplos claros de la corrosión que afecta a las autoridades.

La señora de Kirchner -para sus seguidores una líder irrefutable, para sus críticos, quintaesencia de autoritarismo y expresión de un proyecto autocrático- no consiguió que un político adicto y leal como el ex ministro de Defensa, Agustín Rossi, resignara su precandidatura a senador por la provincia de Santa Fe para poder ofrecer una boleta unida. La señora ni siquiera había intentado pedirle obediencia al gobernador Omar Perotti, porque ya sabía que no tendría éxito por eso absorbió resignadamente la necesidad de pactar con él, respaldar la lista apadrinada por el gobernador y conformarse con colar allí a una seguidora fiel, al costo de malquistarse con un cuadro de la calidad de Rossi.

En su relación con el Presidente, Rossi sufrió el “mal de Losardo” agravado. A la ex ministra de Justicia, muy amiga y ex socia de Alberto Fernández, éste no se sintió en capacidad de defenderla cuando recibió cañonazos del Instituto Patria y la dejó ir. Con Rossi fue, en cierto sentido, peor. Antes de que le pidieran la renuncia a la cartera de Defensa por mantener su candidatura, había sido exhortado a presentarse en Santa Fe (al parecer, la Casa Rosada quiso neutralizar así ciertas presiones que pretendían que Santiago Cafiero fuera candidato en la provincia de Buenos Aires y que Rossi lo reemplazara como jefe de gabinete). “Si el Presidente hubiera aceptado que Cafiero fuera candidato en las elecciones legislativas bonaerenses de este año, Rossi era el número puesto para sucederlo”, explicó el último domingo un cerebro del sector, Horacio Verbitsky, quien concluyó con sorna: “El Presidente parece creer que la estabilidad de Cafiero garantiza la suya”. El comentario ilustra el tema de la autoridad presidencial.

Y también muestra cómo los poderes locales se defienden de los que están en un plano superior, en un persistente proceso de desagregación.

 

La erosión bifronte

 

Pero no solo en el oficialismo se observa la erosión de las jefaturas: también se nota en la coalición opositora, donde no solo ha decaído sin piso el poder que allí supo ejercer Mauricio Macri, sino que quienes acreditan deseos y capacidades de sucederlo ya parecen forzados a hacerlo con límites más estrictos.

A mediados de julio destacamos aquí un diagnóstico inapelable de Ernesto Sanz, uno de los socios de Macri en la construcción de Cambiemos (la primera encarnación de Juntos por el Cambio): “En estos días, cuando hay que definir nombres de candidaturas, no se lo llama a Macri, se lo llama a Rodríguez Larreta”.

Macri ya había fracasado en disuadir a María Eugenia Vidal de competir en la Capital y luego abandonó a su suerte a quien era su candidata preferida para la Ciudad Autónoma, Patricia Bullrich, y dejó a su aliada librada a su suerte. Pero Larreta, “el rey puesto”, ya no tiene la autoridad que en su momento ejercía Macri. Él no pudo conseguir que su candidato para la provincia de Buenos Aires, Diego Santilli, encabezara una boleta unificada y eludiera los roces de una primaria. Larreta puede ser la autoridad política de mayor peso del Pro, pero no ejerce una jefatura en la coalición porque ahora el radicalismo disputa el poder y el protagonismo dentro de Juntos por el Cambio.

La candidatura de Facundo Manes en la provincia no tiene únicamente la dimensión de la competencia con Santilli (un plano en el que éste es tan favorito que puede quedar herido si no ratifica en las urnas internas la ventaja que se le suele adjudicar). La postulación del neurocientífico es también una señal de la puja entre UCR y Pro.

Manes tiene aspiraciones presidenciales aceleradas (algo que disgusta a varios de sus socios), pero esos deseos personales solo podrían concretarse con una victoria sobre Santilli (o una derrota muy ajustada). En cambio, aún si su lista obtiene entre el 40 y el 45 por ciento de los votos de la interna, el radicalismo estaría en condiciones de plantear condicionalidades dentro de la coalición e incluso de alentar las expectativas de otros candidatos propios (uno de ellos, el jujeño Gerardo Morales, ya se está probando ese traje, enarbolando el patriotismo partidario y afilando las críticas contra quien él ve como seguro competidor, Horacio Rodríguez Larreta).

 

Conflicto y desintegración

 

El conflicto opera en esta etapa como adhesivo de lo que no consigue retener la autoridad: el Frente de Todos agita el recuerdo del período Macri (y la figura del expresidente) así como el riesgo de la derrota electoral para contener la unidad. Pero la unidad abarca menos: las grandes organizaciones sindicales no integran las listas, los movimientos sociales enuncian la necesidad de que el trabajo y el salario sustituyan los subsidios pero temen que, en el entretanto, mientras aquellos se demoran, éstos queden en manos de competidores internos (intendentes, La Cámpora). Las provincias más productivas (las que producen competitivamente y exportan) observan con inquietud que actividades rentables y generadoras de trabajo y divisas que se desarrollan en sus jurisdicciones son sumergidas en las arenas movedizas de un conurbano cada vez más cenagoso.

La coalición opositora -que no incluye solo partidos, sino sectores de influencia y poderes fácticos- trata de adormecer sus fuerzas centrífugas evocando los riesgos de “la venezolanización”, el chavismo, la dependencia de Rusia o China (o de Rusia y China), que podría implicar un triunfo del Frente de Todos. El conflicto y la grieta como pegamentos.

Con todo, esas sirenas de alarma no sofocan las tensiones, de modo que a nivel interno se dibujan otros cucos: el radicalismo ha elaborado pacientemente la figura del “hegemonismo” del Pro, que ahora se instrumenta en especial para limar a Larreta.

Y aunque el Pro puede congregarse ante la competencia del despertado radicalismo, sus tironeos intestinos se mantienen; la principal oposición redacta protocolos de buena conducta pero libra sus internas con virulencia apenas disimulada. La palabra “traición” vuela desde el campo de los “halcones” al de las “palomas; mientras ejemplares de aquella bandada, como Fernando Iglesias y Waldo Wolf, son caracterizadas como “piantavotos” a raíz de las incursiones descalificatorias que perpetran en medios y redes sociales.

 

Crisis y lucidez

 

Los embrollos de la escena política entretienen apenas a un fragmento de la opinión pública, algo que se confirma con la caída de audiencia de los programas especializados. Es comprensible ese desinterés: los debates versan generalmente sobre asuntos banales, discurren sobre generalidades, declaman fórmulas políticamente impracticables o decaen al nivel de riñas de vecindario. Cuesta encontrar ideas o proyectos que afronten la gravedad de la situación, las vías para salir de ella, las reformas que se requieren, así como los acuerdos y la necesaria recomposición del sistema de poder para viabilizarlos, uniendo la legitimidad popular y democrática con el realismo económico y la conexión con el mundo.

Tal vez lo que el debate todavía no alumbra necesite ser iluminado por la profundización de la crisis. No sería la primera vez.