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Cultura 30 de mayo de 2017

Las mesas

por Sebastián Castillo

Entonces, él hizo un gesto silencioso de complicidad que todos entendieron como una invitación hacia lo inevitable. Y cuando ella avanzó por el largo corredor de mesas hacia la salida, pensó en todo el tiempo que había estado sentada sola en la misma posición contemplativa, escondiendo las manos debajo del mantel, pensando en la forma abrupta en la que se detuvieron todas las conversaciones para convertirse en murmullos, pensando en el tiempo que el camarero la observó hasta que se acercó para ofrecerle una servilleta mojada y preguntarle si necesitaba algo más. Y antes de responderle, levantó la vista y ahí estaba esperando frente a los ventanales del café, frente a todos los consumidores cautivados por la escena que esperaban ver comenzar pronto, oyendo cómo el sonido del auto en marcha iba llevando la mirada de todos hacia el rostro de ella, que podía sentir cómo se abría lentamente la puerta del auto y cómo el ruido de los pasos que se acercaban empezaban a hacer desaparecer el sonido del motor.

De pronto, la presencia del camarero a su lado la impulsa a pedir un café y mientras lo espera comienza a observar de reojo el filo del cuchillo en la mesa abandonada de al lado.

Ahí estaba manchado con los restos del plato, empezando a convertirse en algo cada vez más cercano, cada vez más grande.

Todos la vieron tomar el cuchillo y dejarlo perpleja sobre su mesa, cómo si fuera la ayuda inesperada que surge de la suerte, mientras que con la servilleta ocultaba el lado derecho de sus labios, para luego recorrer la fragilidad de sus muñecas con la mirada y sentir cómo veían en su rostro todas las veces que había ocurrido.

Luego, recibió silenciosa el café amargo y el recuerdo de la última vez, de como vino corriendo por la calle, de cómo entró súbitamente al primer lugar en donde había alguien más que ella y de cómo él está esperando ahí afuera a que vuelva. Y la puerta se abre y todos lo observan entrar y acercarse a la mesa. “¡Mamá! Dale que papá nos espera en el auto”, dice. Traga el café hasta la borra, y se apresura decidida hacia la puerta. Y cuando avanzó por el largo corredor de mesas hacia la salida, hacia el sonido creciente de la marcha del auto y hacia el final de los murmullos del café, se dio cuenta de que el cuchillo había sido olvidado, y cada paso se volvió una condena hacia la repetición constante de los golpes, hacia las huidas incesantes a los lugares en donde hay alguien más, hacia las interminables mesas en donde deberá esconderse.

Y cuando está por abrir la puerta, tiran de su mano, se da vuelta y escucha, “¡Tomá mamá! ¡No te lo olvides!”. Ella perpleja, como si hubiera recibido la ayuda de la suerte, se va sosteniendo la servilleta entre sus manos. Entonces, antes de cerrar la puerta, él hizo un gesto silencioso de complicidad que todos entendieron como una invitación hacia lo inevitable.



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