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Cultura 15 de agosto de 2016

Las palabras invisibles

Por Martín Ramos

Creo que había quedado una charla pendiente entre nosotros. Debo reconocértelo. Todo eso que no se dijo quedó flotando por ahí y cada uno de nosotros le dio forma propia, de cierta manera interpretamos cada quien a su merced las palabras invisibles. Aun así me gustaría que puedas aceptar cierta responsabilidad al momento de asumir los hechos.
Lo cierto es que esto parece un tribunal, estamos vos y yo casi callados, y Florencia mirándonos con los ojos bien abiertos exigiendo algún tipo de explicación.
Pienso que si aún guardo en mí algo de dignidad, deberíamos empezar por discutir el tema desde la raíz, como solíamos hacer para aclarar los tantos. Cuando te escucho decirme que no podemos vivir peleando, te aclaro que estoy de acuerdo. Pero yo, por mi parte, no he dejado de recordar ni siquiera por un instante tus promesas. Y soy de las que creen que las palabras de amor tienen que estar forjadas con esperanzas y alimentadas con ilusiones. Que las frases del corazón nunca deberían ser palabras sueltas, desunidas, solitarias, para que las tome cualquiera y las use como si ellas fueran un molde.
¿Cómo puede ser que una persona tenga la capacidad absoluta para decirme a mí que mis sentimientos no son estos sino aquellos? ¿Acaso cuando más me necesitabas no te contuve? Creo que no hace ni un mes desde que vimos aquel amanecer juntos, la noche previa me había parecido inolvidable, gloriosa. Me habías hablado al oído más que nunca, resaltabas cada palabra con un susurro al que difícilmente pueda calificar con un adjetivo que aún no se haya inventado. Estas resonaban en mí creando un eco que primero se manifestaba en mi cuerpo, para luego instalarse en ese lugar preciso del ser, donde quedan albergadas para siempre las palabras, donde se transforman en promesas.
¿Recordás cuando me conociste? Diluviaba como hacía tiempo no ocurría, yo dejaba a un lado los libros para darle un primer sorbo al café, miré por la ventana de la confitería y ahí te vi por primera vez, todo empapado. Te quedaba bien. Lo primero que me causó cierta impresión es que entre el viento y la lluvia intensa, parecías haberte hecho una permanente. Minutos más tarde estabas ahí adentro, goteando el piso del lugar. Buscabas una mesa vacía pero no había ninguna. Tus ojos negros abordaron a los míos, tímidamente, pidiendo permiso. La verdad es que no soy de las que invitan a un tipo a su mesa, pero tu mirada estaba rogando esa complicidad, la forma en las que se movían tus labios en silencio, emitiendo señales discretas de auxilio inmediato, de cierta forma me conmovieron. Toda tu ropa te pesaba, y se reflejaba en la disposición de tus brazos caídos, como si adicionalmente el agua le hubiera aportado un peso aparte a la quejumbrosa rutina. No sé por qué me quedé observándote más segundos, luego de haberme decidido por invitarte. Supongo que fue porque la fotografía era un plano melodramático exacto.
Ahora que pasó bastante agua por debajo del puente, resulta que adquiriste la potestad de señalar arbitrariamente hasta dónde pueden llegar los sentimientos. Me gustaría que seas vos quien le indique a Florencia que tenés, por sobre todo, esa capacidad.
Retrospectivamente me remito de nuevo a la tarde de la confitería, no sé por qué, supongo que profundamente intento revivir un recuerdo. Te di mi café, te dije que vos lo necesitabas más que yo. Cuando vuelvo allí, hasta el tono de tu voz se hace presente. Me agradeciste de una manera tan especial, por no mojarme no me diste un beso en la mejilla, pero tomaste mi mano mirándome a los ojos y la besaste. Me pareció tan vintage, tan fino, que automáticamente hube de sonrojarme. Habías desplegado sobre la mesa unos legajos que habías sacado del portafolio, porque temías que se humedezcan, se rotulaban como “tribunales”. Yo justamente estudiando Código Civil y Comercial Unificado. Decime si para vos todo eso no formaba parte de una novela exquisita.
Sincerándome, confieso que fui más allá por un momento mientras nos dedicábamos a conocernos. Era yo, quien en la libertad de mi departamento, me encargaba de sacarte tu ropa mojada, la llevaba a algún lugar cálido y regresaba a vos, en iguales condiciones. Imaginé tus manos acariciando mi piel, con la textura perfecta ellas se deslizaban suaves, sutiles. Sobriamente me indicaban el camino y marcaban el ritmo con el que mi corazón debía acelerarse, detenerse, para luego así latir con más fuerza. Agraciada, mi piel se sometía a tu respiración entrecortada, tus besos se fundían en la plenitud de un cuerpo que se dejaba llevar por un impulso de energía sinérgica, flotaban en el aire los deseos, increíblemente tangibles, palpables al extremo de tomarlos y colocarlos en mi pecho para que los disfrutaras como mejor quisieras.
Estoy segura de que uno debe hacerse cargo del plan del destino, ¿realmente creés que podés construir a tu antojo, un palacio con cimientos de sueños y promesas, para luego despertarte un día, quizá otro día lluvioso de tormenta plena, y ofrecer tu amor a otra desprevenida?
No me hagas callar, si debe de existir un silencio pues que sea como aquellos, en los que basta la unión de nosotros para hacer silenciar al mundo. ¿No lo creés? ¿Cómo? Si antes lo creías, ¿entonces en qué parte de este plano estamos? Quizá Florencia pueda, desde la neutralidad, ofrecernos un concepto más claro.
Tampoco quiero, ni pretendo que me pidas que me calme. La calma eran tus abrazos, que me arregles el pelo cuando me tapaba la cara y no me dejaba leer, mezclar tu ropa con la mía producto de esa sociedad que nos involucraba la noche anterior, abrir la ventana por la mañana para que los primeros rayos de sol, acompañados de tus besos, me despierten de la mejor manera.
Ahora mismo te veo, convertido en una figura blanca, de hielo, los brazos caídos, como aquella vez, pero no temblando por el frío de la lluvia y el viento, sino dejados, abandonados. Por un lado te desconozco, sensación que me despierta un poco de temor. Miedo a que no vuelvas a ser el mismo. Tu voz siempre fue firme, como cuando me confesabas tu amor, sin embargo ahora temblequea, insegura, débil. Oigo a tu cuerpo liberar ligeros espasmos nerviosos mientras mirás a Florencia, y ella con esa sensación de paz imperturbable nos devuelve la mirada, a vos, a mí. Creo, si no me equivoco, que ella está esperando que vos te alces con la palabra, porque de mí ya escuchó suficiente.
Una verdadera pena, realmente. Todo este tiempo hablando. Abriendo mi corazón para que los sentimientos fluyan por el espacio, con lo difícil que eso se puede tornar. Dejando, como siempre, la puerta abierta para que, tal vez, entiendas lo que siento y logres, de alguna manera, situarte en mi piel.
Nunca es tarde o es demasiado tarde, ese es tu dilema. Por eso tus ojos navegan por la habitación, como buscando la respuesta por ahí.
Por eso el hombre decidido, confiado de sí mismo, invulnerable y seguro, deja ese hábitat de confort y cae, presuntuoso, irreparable, hacia un abismo que desconoce. Entonces, las respuestas sólidas y calculadas de repente ya no lo son tanto. Y así se comienza a trastabillar. Se deriva en un campo minado que antes, lo recorría con los ojos vendados y hoy, tropieza con cada piedra. Se cae y no se levanta fácilmente como antes, se queda en el piso. Su ego, ese mismo que lo llevó a ser quien es, le pesa más que su consciencia.
De esta manera sus promesas se rompen a pedazos, como esos puentes de sogas que dividen a los precipicios, cuyos peldaños están compuestos por maderas falseadas por el paso de los tiempos, y a fin de cuenta su estabilidad emocional llega a ser como la de esos tablones inestables, a la menor pisada en falso el vacío crece, de pequeño, de controlado ya no tiene nada, se hace inmenso, reina en un imperante estado de confusión.
Qué triste, cuando esperaba una respuesta desde lo más profundo del corazón, escucho esas palabras que hoy para mí tienen un significado abstracto, porque los destellos de cordura que asoman son sólo recuerdos. Porque veo a Florencia desnuda, tirada en tu cama con los ojos abiertos, y a vos repitiendo una y otra vez: “Brenda, enferma de mierda, mataste a Florencia”.

(*) del libro Las palabras invisibles (Gogol 2015).



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