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Cultura 4 de mayo de 2025

¿Por qué leer El Golem?

El poema publicado en 1964 es un texto fundamental en la literatura universal. Estudiado y analizado por académicos de todo el mundo, no deja de sorprender por su belleza y precisión estilística, su profundo análisis filosófico y la incorporación de referencias históricas y legendarias.

Por Dante Galdona

Publicado en 1964 en el libro ‘El otro, el mismo’ y escrito seis años antes, se considera al poema como uno de los más refinados del gran autor argentino. Plagado de referencias metafísicas, filosóficas, religiosas e históricas, y escrito con precisión matemática que impulsa una cadencia implacable en función del texto, El Golem es una obra que no solo desborda de belleza sino que adquiere, en cada lectura, matices de perfección.

Ya en el primer verso establece que va a discutir nada más y nada menos que con Platón -“el griego en el Crátilo”-, en referencia clara al diálogo en el que interviene Sócrates como mediador entre la posición sobre la naturalidad de las palabras y la de su convencionalidad.

Siempre obsesionado con el tema, Borges vincula el diálogo que da origen a la teoría del signo lingüístico con la leyenda hebrea del Golem y su relación con la palabra y su capacidad de crear. “En el principio fue el verbo”, dicen los evangelios, aludiendo al poder de Dios de dar vida a través de la palabra, su palabra.

El diálogo en el que discuten Hermógenes, defensor del convencionalismo, y Crátilo, defensor la idea naturalista, y con Sócrates como mediador, fue posteriormente criticado por lingüistas por no llegar a una conclusión definitiva. Tampoco hay consenso en si Platón parodiaba a los sofistas o se tomaba en serio la discusión. Lo cierto es que es un hito donde se funda la lingüística. Veamos un extracto del diálogo:

Sócrates: Dime, entonces, ¿cuál es, para nosotros, la función que tienen los nombres y cuál decimos que es su hermoso resultado?
Crátilo: Creo que enseñar, Sócrates. Y esto es muy simple: el que conoce los nombres, conoce las cosas también.

En otro pasaje, Hermógenes dice: “… no soy capaz de creerme que la exactitud de un nombre sea otra cosa que pacto y consenso”.

La exactitud del nombre de una cosa, para Crátilo, refiere a su naturaleza y, por lo tanto, a su conocimiento acabado.

Entonces, Borges, veintitrés siglos después y con la ironía que lo caracteriza, sienta su posición: “Si, como afirma el griego en el Crátilo,/ el nombre es arquetipo de la cosa/ en las letras de ‘rosa’ está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo'”.

Quiere decir Borges que no hay tales arquetipos puesto que las cosas son independientes de la convención que nos lleva a ponerles nombre, que la palabra no es la cosa, sino una forma aproximada de referirnos a ella. No existe una idea previa a la cosa, una naturaleza, y el lenguaje es, ante todo, impreciso, incierto. De ahí se desprende cierta idea del principio de incertidumbre y por qué conocerlo es tan importante en cuanto a lingüística se refiere. Nada es absoluto, opina Borges, siempre es necesario un sentido relativista que nos ayude a cuestionarlo todo, incluso la propia existencia.

No es casual que Umberto Eco haya llamado a su excelente tratado de semiótica, inserto en una novela, El nombre de la rosa. Demás está decir que no es el único homenaje que el semiólogo italiano le ofrece: también hay una biblioteca que es un laberinto -uno de los más fuertes símbolos en la literatura borgiana-, en cuya parte más protegida hay un espejo en apariencia mágico y demoníaco -los espejos y Borges parecen ir siempre de la mano- y, como para que no quede lugar a dudas, el bibliotecario es ciego y se llama… Jorge de Burgos.

Pero volviendo a El Golem, escrito en su mayoría en endecasílabos y rimas consonantes alternas: Borges elige una leyenda hebrea. Judá León, rabino de Praga que vivió durante el postrenacentismo y bajo el reinado del emperador Habsburgo Rodolfo II, se dio a la idea de crear un autómata que protegiera a la judería de su ciudad en esa época tan conflictiva. La leyenda del Golem tomará grandes lugares en las artes. Además de la novela de Gustav Meyrink a modo de ejemplo también está el poema de Wolfgang van Goethe El aprendiz de brujo, sobre el que luego el compositor Paul Dukas hace un poema sinfónico y que luego llega a las pantallas de televisión con la productora Disney bajo el mismo nombre. Una leyenda que recircula a través de la historia y en varios formatos: ¿borgiano?

En la segunda estrofa incorpora el elemento bíblico que funda la leyenda. Habla del nombre de Dios que los judíos buscaron en los inicios de su historia, “en las vigilias de la judería”. Según el antiguo testamento, Dios le reveló su verdadero nombre, su esencia, a Moisés, pero al ser el nombre un elemento finito no puede sino denotar en forma parcial el infinito que es Dios. De tal modo, y aquí es cuando Borges vuelve a discutir, no hay sino un nombre vedado que es la clave del universo y del poder de la creación. Todo intento de pronunciar el verdadero nombre no solo es vano sino peligroso.

Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.

Dice Borges que en el Paraíso se supo y que la humanidad, imperfecta a través del pecado, provocó que ese nombre divino fuera alejándose, perdiéndose y ocultándose. Para los cabalistas, en el mundo el nombre de Dios es un significante que es alterado para que la humanidad no lo use en vano, de aquí los múltiples nombres con que la humanidad lo nombra, pero ninguno es el nombre esencia, reservado este para proteger al hombre de creerse Dios.

Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.

Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.

La humanidad no alcanza a ser digna de pronunciar el nombre de Dios y es por esto que el rabino Judá León no pudo, a pesar de creer haberlo encontrado, nombrar el exacto nombre, y su criatura, imperfecta por origen, como la humanidad, no adquirió las dotes esperadas.

Como el poema es además una historia, Borges incorpora elementos de una forma gradual, con el fin de dar sentido narrativo al texto. Entonces, revela el primer punto de giro narrativo: después de la introducción acerca de la búsqueda del nombre –“un terrible nombre”– y de la contradicción expresada en el Crátilo sobre la relación entre las esencias y las cosas, presenta a nuestro personaje y las dificultades que atraviesa en el relato:

No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,

la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.

Y sobre el cuarteto anterior, nos revela muy poco de la creación del rabino, generando así la curiosidad en el lector: pronunciar el nombre clave sobre un muñeco creado con torpes manos. Nos anticipa que ese nombre clave es la clave de la vida, la misma que hizo del hombre de barro sobre el que el mismo Dios creo a la humanidad.
También nos advierte del peligro de jugar a la omnipotencia en que incurrió el rabino: “sediento de saber lo que Dios sabe”. Sobre el peligro de las variaciones en las letras, se trata de un indicio narrativo que retomará más adelante para cerrar el conflicto.

El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.

En esta estrofa, Borges hace un paralelismo ya más directo entre el Golem y el hombre. Describe a la humanidad como esa forma imperfecta a quien le está vedado el conocimiento completo del mundo que lo rodea y cuyos “temerosos movimientos” pueden representar graves peligros.
Esto lo afirma en la siguiente estrofa:

Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

Entonces retoma el punto de vista desde el personaje principal, Judá León, el cabalista que ofició de numen, e incorpora con maestría la palabra “apodó”. Nótese que no dice “nombró”, para evitar la confusión con el “nombre”, aquél que es vehículo de la creación divina. El apodo es una categoría inferior, y en este caso por lo tanto humana, de referirnos a alguien o a “algo”. Prueba esto la precisión a la que Borges acostumbra en todos sus textos (los sinónimos no existen, decía Borges).

(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)

También en el párrafo anterior hace una referencia a un filólogo e historiador judío por el que sentía gran admiración, Gershom Scholem.

Y continúa con la metáfora de la creación, poniendo en acción a Judá León y su criatura. El rabí intenta educar al Golem pero no logra lo que esperaba.

El rabí le explicaba el universo:
“esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga.”
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.

Queda explícita la relación entre la metáfora del Golem con la humanidad que, a pesar de ser creada por Dios a su imagen y semejanza, no logra entender el valor infinito de su propósito y, como el Golem, solo logra realizar algunas actividades irrelevantes.

 

Muñeco
Ahora el narrador toma la voz y, retomando la cuestión sobre el peligro de las permutaciones de letras, nos relata el principio de la culpa del rabino:

Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.

El Golem no logró hablar, no pudo nombrar las cosas, ni conocer su esencia, al igual que el Hombre.
También, con la precisión habitual, define la acción del rabino como hechicería, tan cercana al maleficio en el que se incurre cuando se juega con la omnipotencia, solo reservada a Dios.

Lo desastroso de la creación del Golem se advierte ya sin atenuantes. El muñeco no es hombre, ni siquiera perro, es un cosa:

Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.

Para fortalecer la idea del maleficio, incorpora la imagen del gato que, además de contrastar con la del perro de la estrofa anterior, marca la relación simbólica con lo demoníaco:

Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)

Nos aproximamos al final del poema y ya el personaje empieza a mostrar su cambio, a internalizar la idea de que proteger a su pueblo a través del cabalismo fue un error. Y se arrepiente el rabí, convertido en un inepto Dios para el Golem que:

Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. ‘¿Cómo’ (se dijo)
‘pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?’

‘¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?’

Ya en la última estrofa, la duda del rabino se transforma en certeza de lo horroroso y Borges incorpora un círculo más en la trama, el último, en el que nombra a Dios y, a modo de amén, plantea la duda final de la humanidad, ¿qué pensara Dios, de nosotros, su creación; y qué del rabino sediento de ser él?:

En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?