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Cultura 9 de diciembre de 2018

Suficientes razones para sentirnos vivos

La tapa del poemario.

por Carlos Enrique Cartolano

A mí me llega la edad de atesorar recuerdos: alguna que otra fotografía sintetizadora, copias de películas que dividieron mis aguas, música inspiradora, y por supuesto, una veintena de libros –o poco más–, que podré utilizar como pasaporte de salida de la existencia. Entre las películas están Cuando huye el día y Manhattan, entre las fotografías las del paso de mi hijo Marco por París, las del nacimiento en penumbras de mi hija Alba, las de mis nietos en producción. En cuanto a la música, escucho nítidamente ahora los contenidos de la discoteca de mi abuelo materno, y los teclados que sonaban diariamente en casa. Y entre los libros, hoy lo comprendo, estará esta última bendición que prodiga el escritor Jorge Paolantonio: un reducto para “los Funes” que todos cargamos, pero también –y como siempre en este maestro de escritores, cuya amistad me honra–, las directrices de imagen y palabra que tanto a mí como a tantos, invitan a crear en franco pasmo de cada sorpresa.

Hablo de 78rpm –Buenos Aires, Caleta Olivia Ediciones, 2018–: lectura productiva como pocas de tantas que conozco. En el prólogo, Patricio Foglia rescata una frase de Himno de mi corazón –una letra “rockera” de Los abuelos de la nada –, para explicar cómo Paolantonio “comprende” el legado memorable para responder desde el poema a cada turbación de ritmo y palabra habida en la Catamarca familiar, durante su infancia y primera adolescencia.

Estoy francamente habilitado para compartir y reflejarme en los poemas de Jorge Paolantonio: nacimos con sólo dos meses de diferencia, y vivimos ambos en un ambiente provinciano –segunda generación de inmigrantes–, especialmente atentos a todo cuanto sonara y se dijese en torno. Y eso quiere decir, que pudimos emocionarnos por igual con letra y música durante ese primer tiempo de la existencia, considerada roca vasta, y ya inamovible, que refleja el sol. Hice la prueba leyendo cada poema mientras escuchaba el tema musical a partir del cual escribe Paolantonio… Así resultaron recuerdos entrañables, sin ninguna duda lágrimas, pero también una alegría desbordante que pude contagiar incluso al repetir la experiencia durante una emisión de La Oreja Pública, por Radio Universidad de Mar del Plata.

¿Qué otra cosa es hacer poesía sino comprobar que en su territorio no existen límites? ¿Qué otra cosa es la palabra, sino el intento por contener el tiempo, y repetir cuanto de vital hemos habido en piel y emociones? En efecto, en estos poemas de 78 rpm todo vuelve a suceder, y todo nos emociona de nuevo, quizás más que la primera vez, porque nuestra experiencia de vida nos ha enriquecido. Porque si se trata de “comprender”, como decíamos al comienzo junto al prologuista, ahora comprendemos más y mejor.

En el capítulo de los personajes: quien imagina la nieve, inencontrable en Catamarca, mientras escucha Nieve/ Olga en la voz de Agustín Magaldi; o la flaquita Orellana, que pedalea en su máquina de coser al ritmo de Siga el baile, por aquel cantor que, según certezas populares, reemplazó la medicina por el tango; o la señorona ascendida por casamiento desde baja estofa que no deja de repetirse lo de un poco de gracia y otra cosita, y de preguntarse por esa cosita, cuando desde “el combinado” canta Ritchie Valens; o la sensualidad de la prima que evocaba El negro zumbón de Silvana Mangano en Anna, tan capaz de prolongar su erotismo por veinte años y más. También Niña de fuego desde la ingenua alegría de Lolita Torres para repensar alguna relación particular, mientras se evocan versos de Neruda. O el Negro Spiritual de Mahalia Jackson a la par del velorio pueblerino –que es menos triste–, y la perdurable Renata Tebaldi –que después abandonamos en beneficio de la Callas-, despidiendo bellos recuerdos del pasado, todavía dolida por tanto amor prohibido como puede añorar. Para que luego se agreguen Luisito Aguilé, recordándonos la cadena oficial de radios, y aquel “top” de las 20:25 cada noche; Doris Day cantando Resplandor de luna, mientras los prohibidísimos William Holden y Kim Novak se besan y toquetean –dijeron entonces– en Picnic. Para regresar por fin a Carlitos, cantándole a Sarita, la criollita de mi pueblo, que con el golondrina, hizo gala de su buen trato con los pájaros: … con voz muy baja/ les contaba su pena/ y ellos/ la acariciaban/ con trinos/ que al fin y al cabo/ perfumaban/ la disimulada soledad/del vecindario…, y terminar con la Sociedad Coral L´Orfeó Catalá, aromando incienso en la curia regia.

La segunda parte del libro refiere las arias de familia, aquellos sentimientos íntimos que parecen habernos marcado por igual al cabo de los años. Desde la Copla del día que nací, el fandanguillo de las monjas –ellas, tan misteriosas; se decía, que eran otra cosa, no mujeres-, los valseados de Desde el alma de Homero Manzi y los musicales cinematográficos, por los que desfilan Imperio Argentina, Lolita Torres otra vez, Rosita Melo, Frank Sinatra, Gene Kelly, Jules Munshin y el propio Leonard Bernstein… Hasta: la Lola Flores original, cantando Morena Clara, tras las hojas de laurel que faltaron, o la evocación del gran Blas de Otero, para referir secretos entre infierno y purgatorio de las familias de inmigrantes que inventaron con éxito una patria, y terminar a toda orquesta familiar del giro de pasta negra, a setenta y ocho revoluciones por minuto, con inestabilidades de estado y bolsillo, mientras la conciencia crecía sin detenerse y nos abismó la comprensión porque llovían muertos de pie/ en el fangoso Río de la Plata.

Una fiesta de música y palabra, desafíos del arte que continúa resistiendo al presente, porque rescata lo mejor de lo sucedido y nos orienta al suceder preferible. Este gran autor argentino, multipremiado Jorge Paolantonio, nos ofrece en su poemario número dieciocho, suficientes razones para sentirnos vivos.



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