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Opinión 24 de julio de 2020

Veneno en las redes

"Las redes son muy útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una trampa", alertó Zygmunt Bauman poco antes de morir. Foto: EFE | Archivo.

por Nino Ramella

Internet es acaso la revolución cultural más transformadora del individuo en su relación con los demás miembros de su especie que habitan el mundo. Es, en términos prácticos, el ejemplo más palpable de lo que significa globalización.

¿Somos conscientes de eso? Por supuesto que los millennials no, a quienes conectarse con el mundo en tiempo real les parece más natural que los cambios del día a la noche. Y a esta altura casi que tampoco a quienes para hablar a pocos kilómetros con alguien debíamos preguntarle a la operadora si había “demora”.

Las redes sociales, hijas destacadas de la nueva tecnología, se volvieron rápidamente protagonistas de la vida comunitaria, al punto de constituir el factor más influyente de las mutaciones en las conductas colectivas, diseñando una nueva moral de época y definiendo el rumbo de muchas actividades humanas, de la que no escapa la política como blanco más evidente y multiplicador de efectos.

Lo que en principio recibimos todos con beneplácito ya que significaban una formidable herramienta de democratización de las comunicaciones, fue con el tiempo mostrando algunos ángulos no tan favorables.

Causa, efecto o complemento de la posverdad, las redes son el escenario más facilitador de las emociones convertidas en mandatos morales o éticos sin participación alguna del pensamiento crítico. La verdad deseada aparece en tres líneas y está a un click de ser compartida urbi et orbi.

Desde que sabemos lo que pasa en cualquier lugar y en cualquier momento dada la instantaneidad de una foto o de un video, los tembladerales sociales y políticos están a la orden del día. A veces para bien, pero no siempre.

El poderoso efecto de las redes sociales ha hecho nacer lo que se denomina “cultura de la cancelación”, que no es ni más ni menos que condenar a personas o empresas por supuestos errores -a veces ciertos y otras veces inventados- promoviendo su ostracismo. Como en la batalla naval a veces queda herido y algunas directamente hundido.

Bienvenidos a la grieta

Hace pocos días algunos intelectuales estadounidenses denunciaron esta aniquilación sumaria de voces que debilita el debate y anula el disenso. Entre los firmantes se encuentra Noam Chomsky.

La carta es un llamado de atención a los sectores progresistas. “Las fuerzas del liberalismo están ganando fuerza en todo el mundo y tienen un poderoso aliado en Donald Trump, que representa una amenaza real para la democracia. Pero no se debe permitir que la resistencia se endurezca en su propio tipo de dogma o coerción, que los demagogos de derecha ya están explotando“, mencionan.

Aclaran también que “la inclusión democrática que queremos se puede lograr solo si hablamos en contra del clima intolerante que se ha establecido en todos lados“.

Yo acuso

Machacar sobre un matiz -equívoco o no- de lo que se considera políticamente correcto con la intención de sumir al señalado en la vergüenza pública con el moralímetro en la mano es sencillamente la cristalización de la intolerancia.

Y no ocurre sólo en el plano público…bueno mejor dicho institucional, ya que hoy lo público y lo privado se confunden. Quien quiera destruir la reputación de alguien le bastará con subir a las redes una acusación, a veces de conductas aberrantes, para lograr su cometido. Ni la Justicia podrá rescatarlo.

Por estas horas Emmanuel Cafferty, un estadounidense de 47 años, perdió su trabajo porque un automovilista le tomó una foto cuando con el brazo afuera de la ventanilla de su auto él unió su pulgar con su índice, lo que fue interpretado como el signo de “ok” que se identifica con sectores supremacistas. La viralización de esa foto hizo que la empresa para la que trabajaba lo echara. Fue inútil que se defendiera diciendo que estaba chasqueando los dedos y que no tenía ni idea de esa señal.

Derecho al error

El miedo a los efectos de las redes sociales y sus represalias han contaminado la conducta de funcionarios, políticos, periodistas, académicos y empresarios. Se clausura así la libertad de exponer ideas o disentir. Ni tampoco la posibilidad de cometer errores, a lo que todos tenemos derecho. Una ida al pasto en un discurso puede ser inapelablemente fatal.

Todos deberían poder expresar desacuerdos sin pagar las consecuencias de su muerte civil.

A pesar de las críticas a la Justicia como institución y a la sacralización de la libertad, no pueden plantearse ambos valores como en una confrontación permanente. La justicia y la libertad deben siempre de ser complementarias.

La intransigencia, la clausura del debate mediante la descalificación o el insulto o dirimir las discusiones mediante amenazas o represalias sumen a las sociedades en una ecuación mentalmente binaria que anula cualquier camino hacia la verdad.

Cómodo en el rebaño

Zygmunt Bauman poco antes de morir dejó su parecer sobre las redes sociales al decir que “… no enseñan a dialogar porque es muy fácil evitar la controversia… Mucha gente las usa no para unir, no para ampliar sus horizontes, sino al contrario, para encerrarse en lo que llamo zonas de confort, donde el único sonido que oyen es el eco de su voz, donde lo único que ven son los reflejos de su propia cara. Las redes son muy útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una trampa”.

Claro que en los tiempos que corren el debate no es un valor apreciado. Recuerdo haber advertido a un egregio pensador que lo que había subido a la red era una noticia falsa. Me contestó que lo sabía… pero no la eliminó.

Hay una patología más deletérea que el Covid-19. El de la estupidez viralizada.



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