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Cultura 6 de marzo de 2016

Volver a Itaca

por Gabriela Urrutibehety

El lector que escribe un diario lee “El testigo”, de Juan Villoro, una novela con una trama central y muchas historias enlazadas. La historia principal es la de Julio Valdivieso, un académico que vuelve a México después de más de 20 años en Europa, con la justificación de un año sabático y la posibilidad de investigar sobre el poeta Ramón López Velarde. Volver es una de las historias predilectas de la literatura, piensa el lector que escribe un diario, empezando por la de Ulises, claro. No es inocuo volver, con o sin frente marchita, porque, como dice por allí “Julio no había vuelto a México sino a sus recuerdos, ese tiempo irreal”. Lo que se pone en duda en los relatos es precisamente cuánto de irreal tiene ese tiempo del recuerdo: “desde su regreso a México, el pasado fluía hacia adelante y la vida fluía hacia atrás. Demasiadas cuentas pendientes”. Julio, entonces, como cualquier hijo pródigo, vuelve para saldar cuentas con el pasado. Y desde el comienza suenan en ese sentido los epígrafes: Kavafis diciendo que “cuando emprendas tu viaje a Ítaca/ pide que el camino sea largo”, Porchia sentenciando que “Sólo algunos llegan a nada, porque el trayecto es largo”, Pessoa insistiendo “¿y qué más haría sino seguir y no parar y seguir?”.
Valdivieso regresa a encontrarse con su país, con su familia, con sus amigos, con sus antiguos amores y cada una de estas metas incluye una cantidad de historias que hacen de “El testigo” una novela densa, en el sentido que el lector que escribe el diario le da a este calificativo cuando lee: multiplicada, ramificada, proliferante.
El protagonista vuelve como testigo y como tal intenta mantenerse buena parte de las 462 páginas, hasta que las cuentas pendientes se saldan de alguna manera y comienza a actuar, a elegir, a decidir.
Valdivieso llega a México cuando ha caído el PRI y se encuentra con unos ex compañeros de taller literario que están involucrados en una telenovela sobre la guerra cristera, un episodio central de la historia del siglo XX mexicano, utilizando la finca familiar como escenario para la filmación y los archivos de su tío como fuente documental. La telenovela, además, está financiada por carteles de narcotraficantes, lo que agrega una trama policial, con investigador y violencia policial incluidos. Los antiguos compañeros de taller también encarnan el síndrome “frente marchita”: unos se han hecho obscenamente ricos -gracias al negocio de la televisión- y otros se derrumban -literalmente- en la miseria.
“La historia ocurre dos veces: la primera como tragedia, luego como telenovela” es una frase fantástica que justifica esta parte de la trama, aunque el tono de la narración, piensa el lector que escribe un diario, dista de la parodia que puede llegar a sugerir la cita.
Por otra parte, está el viaje interior -en el doble sentido, tanto geográfico como psicológico- del protagonista. El que busca entender por qué su prima Nieves, el amor de su vida, lo abandonó en el último momento; el que encuentra que no ha quedado escondido el plagio que cometió cuando presentó su tesis final de la carrera. Y ese viaje interior incluye las historias de familia: qué hubo detrás de las vidas de su padre, de sus tíos, de la muerte de Nieves, de los hijos de Nieves.
Julio es testigo en tanto diferente: se ha ido, es un extranjero en su propia tierra donde se siente “un erudito al revés, que se aleja a medida que conoce”. Y se aleja de lo que fue, de donde estuvo, de lo que hizo.
Una forma que contradice el modo de testificar que propone la televisión: “la televisión no pertenece a la cultura sino a la neurología, estimula un enlace de neurocircuitos que te permite ver en estado de zombi, suspendido el juicio”.
Hacia el final, cuando la novela cobra su más fuerte ritmo narrativo, Julio busca liberarse de la mirada de testigo zombi -que, seamos sinceros se dice el lector que escribe un diario, nunca lo ha sido hasta ese extremo- y pasa a la acción.
Bueno, vamos, digámoslo: sucede que llega a Ítaca.

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