La música no dice nada, no te piensa. Está muerta desde siempre y no cambia su condición estable por nada del mundo. Ni por tus logros ni por tus pesares, nada de eso la afecta, es incontaminable. La música solo es la excusa de tu dolor, es la lupa a la carne podrida, es la instrumentalización de los instrumentos a tu servicio, al mentiroso placer de pensar que la culpa es de ella y no tuya, que en realidad nos sentimos tan superiores a ella que solo es como un plato acompañante, una pareja de fines de semana o una pastilla que más o menos acomoda la homeostasis de algún sistema fallido. Cuando en realidad, las teclas de ese piano que no sabés leer, más que angustiarte, solo te recuerdan que sos débil, que hasta la mismísima e inmutable música te deja el pecho sin abrigo y por la cual ahora la querés matar con una condición que a la música le excede: la alegría.
¿Porque dónde sino más que en la producción de la misma obra habrá mayor alegría en boca del autor? Pero nuestra pena mundana y vacía quiere ejecutar a los violines y los pianos, dejar que se la coman las armónicas o las trompetas de los noventa que tanto nos dijeron que éramos felices. Pero luego, cuando la música quedó atrás en un cajón, intacta, todavía sentimos ese vacío estomacal cuando muere el perro o cuando tu novio te dice que no te quiere volver a ver nunca más; le llorás la carta a quien ande por ahí, contaminando falsas ilusiones con melodías que por error salieron de la habitación del pánico de un pobre diablo que a gatas sobreviviría una vez finalizado el mes. Así está la música, violada por tu impaciencia y el deber de tener que consolar tus penurias egoístas que meten en cada celda cerebral una asociación a esos horrendos momentos que querés olvidar y ahora no podés hacerlo porque está sonando esa canción de cuando el tipo te dejó y lo peor que te puede pasar ahora no es verlo a él sino a su música, esa música que escuchaste el día que te dio vuelta la cara o te levantó la mano y no supiste cómo manejar la situación.
Pero la radio está adelante, vomitando música custodiada por el chofer que comanda el aparato y la está cantando a toda furia detrás de la puerta. Ahora solo queda esperar, dejarte contaminar un rato y pagar por la basura de la historia que le cargaste a esa melodía que para otro era el sonido más alegre sobre la tierra.
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