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El lector que escribe un diario lee “Mil galletitas”, de Diego Tomassi. Una novela de cámara, juega a pensar el lector que detesta la palabra “minimalista”. Una novela que hace de lo pequeño su apuesta y desde ella construye un universo en espejo: la historia de un hombre de 79 años que escribe una novela sobre un niño de 6.
Emilio Aráoz se despierta un día sabiendo que en una semana estará muerto, por lo que se propone empezar y terminar su primera novela en el término de siete días. Y esa novela comienza cuando Nahuel descubre que ha perdido el juguete que le regalaron para Navidad y entonces se propone comerse mil galletitas en un día. Dos determinaciones vitales y profundas que no obedecen a ninguna lógica evidente, cosa que no le resta absolutamente nada a la decisión y al vigor con que Emilio y Nahuel se disponen a cumplirlas.
Los paralelos se continúan en las figuras femeninas –Elsa, Cecilia- que rodean a ambos protagonistas y también, tal vez, a los dos viejos que juegan a su alrededor: la abuela de Nahuel, Edmundo Suárez Elizaga. Espejos, mejor dicho, corrige el lector que escribe un diario, porque pese a los parecidos tienen sus diferencias, como la derecha y la izquierda en las figuras reflejadas. Así como juegan a los espejos las propias historias de Emilio y Nahuel.
El relato se monta sobre los detalles, una escritura, como le explica Emilio a Elsa en la que “no hay firuletes, se trata de una historia sencilla contada del modo más agradable posible”. Por eso, los capítulos son breves, apenas atisbos de un instante que, alternadamente, se encadenan para construir el mundo de la narración.
Con esos detalles, entonces, se arma la historia de un escritor que nace a los 79 años, con el fin de conjurar el miedo a la muerte. Aráoz ha sido violinista pero no puede tocar más porque le duelen las manos. Entonces, en un cuaderno viejo que usaba como agenda en su época de músico, se pone a escribir la historia de Nahuel, que en su proyecto de comerse mil galletitas en un día busca sobreponerse al miedo que le provoca la separación de sus padres.
Los miedos son, pues, un tema central. Como lo son las idas y vueltas de la escritura, los bloqueos, los falsos comienzos, la página en blanco o la liberación que provoca el avance en la tarea. Emilio Aráoz comienza a ser escritor y la intimidad de la tarea está presente en cada uno de los días en que se divide esta novela con aires de diario. “Cuando pudo volver a escribir, Emilio se sintió una oveja de juguete hecha con lana de un pulóver destejido”, copia el lector que se siente tentado también a anotar una de las mejores escenas, la de la visita a un pariente lejano que parece ser un escritor más experimentado, otra forma de ser escritor.
Todo el trayecto, breve y sinuoso, de la novela es el que va de la determinación a la puesta en marcha. El punto final, el de la consecución del objetivo, es la incógnita que dirige la atención de quien lee. Cuando Elsa le pregunta si Nahuel logrará comerse las mil galletitas en el final de la novela, Emilio dice (¡otra vez el espejo!). “No lo tengo claro, pero lo que más me importa es que él quiere lograrlo, está haciendo todo lo posible, pero lograrlo cuesta”.
Aunque el lector que escribe un diario ni siquiera piensa en eso mientras avanza hacia la última página.
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