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Cultura 17 de octubre de 2022

Ficción: Estilete Siciliano

A un año de la publicación de su libro "Correr el telón", Carolina Favini comparte con los lectores de LA CAPITAL, uno de los cuentos.

Por Carolina Favini

Fin de la segunda visita de las cuatro programadas para ese día. Un celular sonando. Dentro de la combi, silencio. Por momentos, algo se oía. Vecina, gritos, habitual, bebé, violento. Pide que le repitan la dirección y, mirándome, la dice en voz alta, mientras tomo nota en el cuaderno que registra todas nuestras intervenciones.

Entre los cuatro, debatimos sobre los pasos a seguir, pero teniendo como premisa que debían salir de allí.
Un hombre nos recibe con excesiva simpatía, cerrando la puerta de calle tras él. Habla tanto que no registra de dónde somos o sí, y elige hacerse el distraído. Desvía la conversación hacia la necesidad de materiales para seguir construyendo su casa; puntapié para que un compañero le pida que le muestre ese nuevo cuarto del que habla
para hacer un relevamiento de lo que falta, mientras que otro compañero y yo, hablamos con su señora.

—No, ella no sabe nada de construcción —dice mientras ríe a carcajadas.

—Con ella vamos a hablar de los nenes, los controles de salud, vacunas y esas cosas. Lo de la construcción te lo dejo a vos y a ellos —También me río, pero nada me causa gracia realmente.

A regañadientes abre la puerta, ingresando primero él.

—Justo estaba por hacer milanesas —dice al tiempo que se acerca a la cocina y apaga una hornalla sobre la cual hervía un sartén lleno de aceite. A continuación, toma una cuchilla que utiliza para señalar el cuarto en el que están ella y los niños. Un compañero y yo, vamos hacia allí.

—¿Vemos lo de las chapas? —lo escucho decir mientras nos alejamos.

Sobre la cama, levantado los pies del suelo, como una niña y se había sentado sobre ellos. Sus pómulos huesudos perdían protagonismo al lado del moretón que rodeaba su ojo izquierdo. Su cabello desaliñado era el complemento perfecto al pijama que llevaba puesto. La remera dejaba al descubierto las marcas en sus brazos. Notó nuestras
miradas.

—Siempre me dice que no me va a dejar ir nunca. El otro día, estaba borracho hasta el cogote. Se reía de mí, me insultaba y después empezó a pegarme. La nena vio todo y se tiró arriba mío llorando. Él le pegó una patada para sacarla del medio.

—Vamos a decirle que tenemos que ir al hospital.

—Vos no lo conoces, no va a querer que vayamos solos.

—Vamos a intentarlo, ¿te parece?

Dejó a la niña sobre la cama, al lado del bebé que todavía dormía y comenzó a cambiarse de ropa. Yo, esperaba, dándole la espalda y en cuclillas, mientras intentaba hacer reír a la niña. Mi compañero, había salido momentáneamente de la habitación y, aguardaba al lado de la puerta. Sin pronunciar palabra, ella se para delante mío y señala su pantorrilla.

—¿También te lo hizo él?

Asintió con la cabeza y continuó cambiándose.

Ya habíamos organizado todo, quién y qué debíamos decirle al señor para que nos deje salir de allí con ella y los niños cuando, como si tuviera un sexto sentido, se paró frente a la entrada de la habitación, sosteniendo un escobillón. Al ver la mirada asustada de esa mujer, a punto de desmoronarse y ponerse a llorar de nuevo, comprendimos que todo lo que ella venía relatando era poco al lado del horror que vivía a diario.

—¿A dónde vas con ese bolso?

Mi compañero empieza con lo acordado, tenemos que llevar a los gorditos a un control en el hospital.

—Ustedes no se van a llevar a mis hijos a ningún lado —grita al mismo tiempo que empieza a desenroscar el palo del escobillón.

Mi compañero se para frente a él, impidiéndole el ingreso al cuarto. La niña empieza a llorar, ya sabe lo que ocurre después de los gritos. Ella la levanta y yo permanezco a su lado, entre ellas y el bebé que ahora, observaba el techo quejándose. Él también lo sabe, pensé.

Los gritos alertan a nuestros dos compañeros que permanecían fuera de la vivienda. Intentan convencerlo. Ella, los niños y yo, aguardamos en la habitación.

Se publicó “Correr el telón” de Carolina Favini

—¿Es qué sabes qué pasa? Así, empeorás las cosas — escucho que le dice el más sabio de mis compañeros. —Es solamente un control y los traemos de vuelta.

No entra en razones. Está particularmente enojado con quien estaba conmigo en la habitación. Le grita y lo insulta. Por el bien de la intervención, él se retira y nos espera en la combi.

Continúa la persuasión. Que sí, que no, que por qué, qué donde los va a buscar si no vuelven. Sabe que tiene motivos por los que preocuparse.

—Te dije que él no me deja salir de acá. Ya está, no importa. Ustedes váyanse —dice mientras tira el bolso al piso. Otra vez, parece a punto de desmoronarse.

—No, no te vamos a dejar acá de ninguna manera. Sabes que esta es, quizá, la única oportunidad de irte y de empezar de nuevo que tenés, ¿no?

Se agacha a recoger el bolso y veo como, tratando de disimular, se seca las lágrimas. Se cuelga el bolso y levanta al bebé que lloraba. La niña, permanece inmóvil entre nosotras dos. La tensión que hay dentro de esa habitación nos impide hablar, intentando escuchar lo que ocurre afuera.

Dos, cinco, diez minutos después los tres aparecen frente a la puerta.

—Vamos a ir hasta el hospital y después venimos— dice uno de mis compañeros. Es la señal que esperábamos. Ella y yo nos miramos, le hago upa a la nena y empezamos a acercarnos a la puerta. Él nos observa desde lejos, con sus brazos cruzados y la mirada desbordante de bronca.

En una especie de fila india, con ella y los niños en el medio, comenzamos a salir de la habitación.

Arriba de la mesa, la cuchilla que antes nos había indicado el camino.

—Después volvés. Escuchaste, ¿no?