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Cultura 12 de abril de 2024

Con tener talento no te alcanza: La poesía lo atraviesa todo, es todo

El tío Marce y Pukkas reflexionan sobre la poesía. Richard Wagner se cuela en sus conversaciones.

Richard Wagner. Ilustración de Jorge Estefanía.

A la hora en que la hija de la mañana, la aurora de rosados dedos, hacía vibrar de rulos cósmicos la radiante cabellera de Soledad, despertábase Pukkas, el sufrido discípulo de Tío Marce. Pukkas se levantó de la cama, se duchó, se vistió, colgó del hombro la mochila con su notebook dentro, y semejante a un dios salió del cuarto y encaminose a desgastar con las suelas de sus borcegos el umbral de la casa de su personal trainer literario.

—¿Por qué últimamente hablamos tanto de poesía, Tío Marce? —indagolo, una vez instalado en su pupitre—. ¿Porque sus primeros libros son de poemas?

—Si preguntás semejante sandez, es porque hasta ahora no entendiste nada, Pukkas. Y conste que hablo de esta segunda pregunta y no de la primera, que es interesante. ¡Y también conste que yo volví a publicar dos libros de poesía más, además de aquellos primeros y remotos!

—¡Epa, maestro! ¿Por qué adopta esa actitud tan huraña para conmigo?

—¡Epa, Pukkitas! ¿Con qué te desayunaste? ¿Con el diccionario de la Real Academia? Jamás hubiese sospechado que esas palabras figuraban dentro de tu léxico. “Huraña”, sobre todo, que hace una eternidad que no se la escucho a nadie.

—Es que de a poco voy aprendiendo, máster. Incluso anduve averiguando algo sobre ese Wagner… Bueno, sobre Richard Wagner. Usted lo mencionó hace varios encuentros, y le cuento que ya llevo escuchada buena parte de su obra.

—¿Y no te aburriste?

—¿Aburrirme? La verdad, me di un banquete con el funeral de Sigfrido en El ocaso de los dioses. Puse también la escena del Grial, de Parsifal, y casi lloro. ¡Y la entrada de los invitados, de Tannhäuser, que ese día me impulsó a sentarme a escribir! Y con la cabalgata de las walkyrias pude imaginarme a esas rubias grandotas con sus caballos voladores cruzando Punta Mogotes y todo.

—Te faltaban las tablas de surf y los helicópteros de combate de Apocalypse Now.

—¡Totalmente, máster, qué película y qué músico! Le puedo asegurar que no me costó mucho entrar en sintonía con la tremebunda dulzura épica de sus melodías y marchas y coros. Gracias por haberme mencionado a Wagner, porque así pude encontrarlo en YouTube… ¡y con qué música tan feroz me topé, maestro! ¿Sabe que incluso me puse a averiguar qué músicos hubo antes y después de este genio? Ya escuché bastante a Beethoven, y el domingo me partió la cabeza la Sinfonía Número 1 de Mahler. La próxima, iré por la Número 2.

—Qué contento que me ponés, Pukkas. Y, siguiendo la línea histórica, date una pasada por Richard Strauss y sus formidables poemas sinfónicos: Don Juan, la Sinfonía alpina, Así habló Zaratustra. Ahí seguirás descubriendo la extraordinaria herencia de Wagner, quien además, como poeta exquisito que era, escribía sus propios libretos.
—¿Sabe qué, máster? Escuchando a Wagner siento una paz y una libertad que me completan.

—Y pensar que Woody Allen dijo que cuando oía a Wagner le entraban ganas de invadir Polonia. Frase que se citará hasta el fin del mundo, principalmente por gente que jamás escuchó a Wagner. O, a lo sumo, que sólo escuchó la famosa cabalgata de la película de Francis Coppola de que hablé recién.

—¿Dijo eso Woody Allen?

—Ojo, Pukkitas, que lo dijo uno de sus personajes, Larry Lipton. Y está en su derecho.

—Claro, maestro, como yo también estoy en mi derecho de parafrasearlo y decir que cada vez que escucho a Wagner me dan ganas de abrirme a la felicidad de la vida. A la mística. Incluso a la reconciliación, si pienso en ese momento fenomenal que es la despedida de Wotan en el final de La walkyria.

—Es que últimamente estás viviendo una apertura a zonas de tu alma que hasta ahora desconocías. Esa es la verdad. Estás conectando con la grandeza, así de simple. Con lo trascendente.

—Qué grande, máster. Lástima que no me mostraron en mi colegio a los genios de la música y la literatura, porque hubiera empezado a disfrutarlos hace rato.

—Todo llega a su debido momento, Pukkitas. Sucede que muchas veces nos toca a nosotros abrirles el panorama a nuestros alumnos.

—¿Qué alumnos, maestro, si yo no tengo?

—Cuando digo nosotros, hablo de los educadores informales. Los que no dependemos de programas que bajan de correctos gabinetes pedagógicos. Al margen de compartir con los alumnos, lógicamente, la enseñanza de su especialidad, conviene que un buen tallerista amplíe el espectro de intereses culturales de la gente que viene a confiarle su talento. Es necesario que el árbol de la cultura crezca en el ánimo del artista, sea cual fuese la disciplina que haya elegido. Y nosotros tenemos mucha responsabilidad en eso de implantar las semillas y de cuidar los primeros brotes.

—Y me parece que usted lo hace casi sin darse cuenta, ¿no?

—Si vos lo decís, Pukkitas, que me ves actuar desde tu objetividad, puede que tengas razón. Siempre fui muy proselitista. Y no sólo en cuestiones literarias, sino en todo lo que me hace feliz y me hace crecer. Necesito compartir todo eso. Desde un tip de afilación, hasta una serie o un cuadro que haya descubierto. Y ese aprendizaje “extra”, digamos, está directamente relacionado con la literatura, aunque no lo parezca. Me contaba mi maestro, Vicente Battista, que él aprendió también de literatura viéndolo a Marechal preparar unos fideos a la Principe di Napoli en la cocina de la casa, cuando de jóvenes lo visitaban con Liliana Heker y Abelardo Castillo (te confieso que es maravilloso escuchar a Battista narrar con detalle la anécdota, que reviste características homéricas; pero no quiero irme de tema). Lo cierto es que a mí me pasaba lo mismo con él, cuando hablábamos de cualquier cosa aparentemente ajena a la literatura, cenando o almorzando o en alguna pausa de mi entrenamiento como cuentista. Y eso le pasó conmigo al montevideano Inti Brugnoni, nuestro primer residente oficial en La Anita, lo cual me llena de felicidad.

—Cuénteme, Tío Marce, a ver si andamos en las mismas con el uruguayo.

—Cuando hace unos días estábamos terminando su novela, Inti me habló del contacto cotidiano con mi entorno. Acompañarnos a Nomi y a mí a la playa, compartir bajo un mismo techo las comidas, incluso salir a pasear en bici de cara al mar, y disfrutar mi raxo de cerdo con varios de nuestros amigos como agasajo de despedida de Mar del Plata, le enseñó algo tan esencial e intransferible que nos cuesta ponerle un nombre preciso.
—¿Una especie de ósmosis intelectual y afectiva, pongamoslé, que de algún modo revela el ser escritor?

—¡Epa bis, Pukkas, hoy me estás sorprendiendo gratamente!

—¿Vio? ¿Vio que algo aprendo, aunque usted no lo note?

—Bueh, tenés razón. Ya me ablandaste. ¿Pero por qué no bien llegaste me dijiste aquello de mis primeros libros, calambuco?

—Bueno, maestro, menos mal que ya lo ablandé…

—¿Pensás que para salir a la cancha en estas columnas me puse la camiseta de la Selección Poética, eh? No me digas que suponés en serio que vengo barajando la poesía porque yo mismo inicié mi carrera como poeta. Si es así, te equivocás de medio a medio. Para mí, la formación integral del escritor abarca, o debería abarcar, todos los géneros literarios. Y sucede que la poesía es, ni más ni menos, “una apoteosis del poder de la literatura”, para usar una fulgurante imagen del maestro Rafael Oteriño en su Continuidad de la poesía, cuando analiza un poema de Borges, dedicado a López Merino, que se titula “Mayo 20, 1928”. Oteriño se refiere en concreto al desarrollo de ese poema en sí. Pero me permito recortar antojadizamente de su análisis la imagen que acabo de citar, para afirmar que, efectivamente, la poesía es la “apoteosis del poder de la literatura”.

—Si lo pienso bien, maestro, encuentro una gran coincidencia entre esa imagen y la idea central de su definición de literatura. Es en el momento en que usted dice que hacer literatura significa potenciar “el lenguaje funcional hasta llevarlo a su máxima intensidad y vigor poético, a su máxima significación posible de acuerdo con el contexto de lo que su autor quiere –o puede– expresar”. Si la literatura, como dice usted, es lenguaje enaltecido, ¿qué no significará “llevarlo a su máxima intensidad y vigor poético, a su máxima significación posible”, sino hacer de él una auténtica apoteosis literaria?

—Lo dijiste con mejores palabras que las mías, Pukkas. ¿Ves ahora por qué es necesario hablar siempre de poesía cuando tratamos géneros en apariencia distintos, como la narrativa, el ensayo o el teatro, o incluso cuando escuchamos a Wagner? “Al escribir mi Adán Buenosayres no entendí salirme de la poesía”, dijo el Marechal novelista, ya que de él hablamos.

—Veo que mi pregunta no tiene mucho sentido, Tío Marce.

—Lo tiene, Pukkas, lo tiene. Viene a recordarnos que debemos aprender a esculpir la roca del lenguaje literal, darle forma a esa escultura en potencia que todos llevamos dentro. Y para eso debemos ser conscientes de que “Con tener talento…

—… no te alcanza”.