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Cultura 25 de marzo de 2022

Dos historias del libro “Los días sin techo”

El autor es el actor Nahuel Porto Navarro.

El actor Nahuel Porto Navarro acaba de editar el libro “Los días sin techo” (Editorial hInvisible). Se trata de un libro de relatos con “historias del hoy y del ayer”, que “guardan en su interior un misterio hondo que invita a quien lee a bucear en sus aguas”, de acuerdo a lo que se señala en la contratapa.

“A través de postales que no le llegan a nadie, narra. Narra la historia de un barrio de olvido y su gente. Narra tiempos en los que se podría encontrar tu tiempo u otro tiempo. Narra vidas en las que se podría encontrar tu vida u otras vidas. Un parque, un club, un teatro, un bar, el desamparo, la soledad, el amor y la muerte dialogan a través de relatos que van conformando una suerte de novela”.

A continuación, dos textos de este libro para poder leer:

 
El banco de los devenires

En el Parque de las Estatuas había un banco que ocasionaba a quien se sentase, una experiencia de carácter paranormal. Nadie nunca supo con exactitud cuál era. Este es el retrato de uno de los extraños sucesos ocurridos en el llamado banco de los devenires:

Ese día se levantó más tarde de lo acostumbrado. El despertador no sonó y si sonó no logró despertarlo. Tenía un gusto pastoso en la boca y a pesar de que había dormido más de la cuenta, se sentía cansado. Se observó las manos, se lavó la cara, se puso el saco de paño y salió a la vida. Algo raro circulaba en el aire. Caminó hasta el Parque de las Estatuas, se sentó en un banquito y se quedó dormido. A los pocos minutos despertó, ese pequeño rato le había bastado para tener un sueño que sintió duró varias vidas.

Estaba confundido, se sentía extraño, seguía masticando el aire y preguntándose: ¿qué había cambiado?, cuando de repente su mano tocó la madera del banco donde estaba sentado. Se paró al instante, lo observó y giró varias veces alrededor. No era el mismo banco de siempre. Lo habían cambiado, ésta era la réplica exacta del anterior. Volvió a sentarse, el gusto pastoso seguía presente en su boca, pero ahora mezclado con otras sustancias. Intentó relajarse, cuando de repente miró hacia el suelo de tierra y se agachó. Al tocarlo quedó estupefacto. También habían cambiado el suelo, pensó que era imposible, pero sin embargo el suelo era otro. Dio unos pasos hasta los pies de un palo borracho, y se dio cuenta de que las espinas no eran las mismas, por ende el árbol tampoco. Desesperado buscó en el césped lo que ya se imaginaba, era otro. Prosiguió revolviendo el pasto cambiado hasta encontrar algunos insectos. Dio con un hormiguero y observó que todas las hormigas también eran otras. Toda una especie entera sustituida.

Desde el piso vio que todo el parque estaba quieto, observándolo. Que los niños desde las hamacas lo miraban petrificados, que los padres y madres sentados, parados y acostados lo miraban petrificados.

Sintió temor, se levantó para salir huyendo, intentó correr pero no pudo, se movía lento, se sentía pesado, algo mareado. A cada paso que daba se le iba endureciendo la piel, empezando por los pies que quedaron estancados en el terreno y subiendo de a poco, muy de a poco, hasta cubrirlo entero, hasta cubrirlo en otro.

 
Las doncellas de las horas

Llegaban siempre al anochecer y aturdían todo a su paso.

Los días de lluvia se dejaban acariciar por el agua en su honda espera.

Algunas andaban con poca ropa, para provocar a los que de día nunca confesarían querer tocarlas.

Muchos se quedaban varados en el tiempo observando su generosidad de desierto, de pantano rodeado de misticismo, polvo de hadas y asfalto.

Nunca le mostraban los ojos a nadie, aunque siempre andaban descalzas.

Aparecían junto con la noche para acunar a la luna y maullarle al viento.

Las tetas se les podían ver traslucidas en el papel vestuario de cada jornada, y en sus pechos tristes guardaban algoritmos y poemas de amor inconclusos.

Llegaban y giraban, giraban y llegaban, se observaban, se mostraban, se apoyaban, se gozaban.

Andaban por las calles agrietadas de historias partidas.

Se limpiaban las manos con el agua del charco que las reflejaba en la noche, mientras derramaban lágrimas sobre sus bocas pobladas de besos.

Siempre había algún pájaro carroñero tratando de morderles los talones, y a veces llegaban a hacerlo.

Algunas sobrevivían y otras por desgracia no.

Se sabe que ellas seguían entregándose al desierto con los pies ensangrentados, y la mirada definida en su deambular de asfalto, ruido y silencio.