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Cultura 23 de abril de 2023

El Taller de Narrativa: Clase 25 – Novela (tercera parte)

En la entrega número tres del Taller de Narrativa se analiza la novela de vanguardia al influjo de narradores tan disruptivos como William Faulkner y James Joyce.

Por Emilio Teno y Mariano Taborda

El período de entreguerras fue muy fructífero para las artes; proliferaron los movimientos de vanguardia sobre todo en poesía y artes plásticas pero también en la música, el teatro, la danza. Muchos de los preceptos que organizaron el arte del siglo XIX fueron puestos en cuestión. En la novela no ocurrió como en la poesía donde un grupo se reunía, acordaba y redactaba un manifiesto.

En diferentes puntos geográficos, y en distintas lenguas, se construyó la novela de vanguardia. Una de las figuras más relevantes de ese período fue el norteamericano William Faulkner. A diferencia de Fitzgerald y Hemingway que viajaron a París para encontrar en la nueva capital del arte la literatura moderna, Faulkner escribió desde el sur esclavista, atrasado. En 1929 publicó El ruido y la furia, novela que creó a sus propios lectores; no había en ese momento, en ese lugar, público lector para un texto de semejante ruptura. Así comienza:

“A través de la cerca, entre los huecos de las flores ensortijadas, yo los veía dar golpes. Venían hacia donde estaba la bandera y yo los seguía desde la cerca. Luster estaba buscando entre la hierba junto al árbol de las flores. Sacaban la bandera y daban golpes. Luego volvieron a meter la bandera y se fueron al bancal y uno dio un golpe y otro dio un golpe. Después siguieron y yo fui por la cerca y se pararon y nosotros nos paramos y yo miré a través de la cerca mientras Luster buscaba entre la hierba.
«Eh, caddie», dio un golpe. Atravesaron el prado. Yo me agarré a la cerca y los vi marcharse”.

El narrador de El ruido y la furia tiene dos problemas notorios: por un lado, no comprende lo que ve, son todos movimientos aislados que no parecen tener sentido; y por otro, presenta grandes dificultades para expresarse. Este comienzo patea el tablero. Si pensamos en las novelas del siglo XIX, solo unos pocos años atrás, con un narrador omnisciente que todo lo sabe y todo lo ve, que explica, subraya y vuelve a explicar, estamos frente a una ruptura total en la noción del narrador: al de Faulkner le cuesta narrar. Más adelante sabremos que ese narrador con dificultades se llama Benjamin Compson y que tiene un retraso madurativo agudo.

Faulkner no salió de un repollo. Entre su novela y Guerra y paz, por nombrar alguna, aparecieron y circularon los estudios de Sigmund Freud, la lingüística se posicionó como disciplina autónoma, las teorías de Marx ya se aplicaban en el país más extenso de la tierra; el positivismo lógico, la idea de un bien y un mal claros e identificables comenzó a hacer agua.

Si pensamos en novelas de vanguardia, el súmmum es Ulises del irlandés James Joyce, publicada en 1922. Transcurre en dieciocho horas en la ciudad de Dublín, el 16 de junio 1904, con tres personajes principales. Cada hora es un capítulo y cada capítulo está escrito con una técnica completamente diferente a los otros. Además de tener, cada uno, un vínculo con un pasaje de la Odisea y un color, un arte y una parte del cuerpo preponderantes. La novela tardó en publicarse, nadie se animó hasta que la editora y librera Sylvia Beach, dueña de la mítica Shakespeare and Company, aceptó el desafío. Vamos a un momento revolucionario de la novela. Así comienza el capítulo IV:

“A Mr. Leopold Bloom le gustaba saborear los órganos internos de reses y aves. Le gustaba la sopa de menudillos espesa, las mollejas que saben a nuez, el corazón asado relleno, los filetes de hígado empanados, las huevas de bacalao fritas. Lo que más le gustaba eran los riñones de cordero a la plancha que le proporcionaban al paladar un delicado gustillo a orina tenuemente aromatizada. Tenía los riñones en mente mientras se movía por la cocina con suavidad, ajustando las cosas del desayuno para ella en la bandeja gibosa. Luz y aire helados había en la cocina pero fuera una mañana agradable de verano por todas partes. Le abrieron un poco la gazuza. El carbón se enrojecía. Otra rebanada de pan con mantequilla: tres, cuatro: bien. A ella no le gustaba el plato lleno. Bien. Apartándose de la bandeja, levantó el hervidor de la hornilla y lo colocó de lado sobre el fuego.
Allí quedó posado, deslucido y achaparrado, con el pitorro levantado. Un té pronto. Bueno. Boca seca”.

En la escena, tenemos un narrador en tercera persona que nos cuenta que Leopold Bloom prepara el desayuno, que piensa en comida, detalla sus comidas favoritas. Hasta ahí no ocurre nada extraño. Pero si leemos con atención aparecerán algunas expresiones intrusas: “tres, cuatro, bien”, “bien”, “un té pronto”, “bueno”, “boca seca”. Eso es el pensamiento directo de Leopold Bloom.

Joyce parece decir: las personas no pensamos como lo contaron los libros desde siempre, la charla íntima es la que menos explicaciones necesita. Hasta Joyce, un personaje diría “está bien que ponga esta cantidad de rebanadas de pan”; Joyce intenta imaginar un grabador dentro de la cabeza de sus personajes y encuentra que las palabras son mínimas. Antes de Joyce los personajes pensaban como si se tratara de un diálogo; durante siglos se dio cuenta, en los textos, de la interioridad de los personajes, en forma directa o indirecta, pero nunca de este modo fragmentado, sin pensar en concesiones al lector, una mente ensimismada en los propios pensamientos.

En el capítulo XVIII la técnica del pensamiento llega al máximo de experimentación. El monólogo interior de Molly Bloom no concede nada al lector, no hay puntos, no hay comas, no hay explicaciones. El fluir de la conciencia asocia libre; si ingresáramos desde afuera a esa mente que piensa es probable que no entendamos la mitad de las cosas, así ocurre en ese famoso capítulo final de la novela.

Joyce se encargó de dinamitar otro estandarte de la novela del siglo XIX: lo importante es lo que se cuenta y no el cómo. Su novela tardó más de veinte años en traducirse al español por la complejidad de la forma. El primer intento de traducción tenía dos páginas con notas aclaratorias por cada página de novela; hubiera sido un experimento singular: quinientas páginas de novela y mil de notas del traductor. Recién en 1945 apareció la primera traducción completa al español. El argentino José Salas Subirat —traductor autodidacta, autor de libros de autoayuda, vendedor de seguros— logró lo que parecía imposible. Treinta años después apareció la segunda, del español José María Valverde.

A diferencia de la novela decimonónica, en Ulises la técnica narrativa es casi todo. Y después de Ulises una novela nunca podrá ser solo los personajes y las acciones sin importar la forma de la escritura.

Lecturas:
Ulises de James Joyce
El ruido y la furia de William Faulkner

Ejercicio de escritura:

Escribir, en primera persona, el comienzo de una novela. Construir un narrador con dificultades para comprender lo que ve.