El Taller de Narrativa: cuento (cuarta parte)
Emilio Teno y Mariano Taborda finalizan sus clases sobre el género cuento con Roberto Arlt, un autor más recordado por sus novelas y obras teatrales que por su producción en el texto breve.
CLASE 22
CUENTO (cuarta parte)
Por Emilio Teno y Mariano Taborda
Instagram @tallerdenarrativamdp
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Argentina es tierra de cuentistas. El escritor más importante que dio este país solo escribió cuentos en su trabajo con la ficción. Cortázar, Walsh, Castillo, Heker, Quiroga, cuentistas de excelencia y oficio. En la camada de narradores jóvenes del siglo XXI también destacan los cuentistas: Samanta Schweblin, Mariana Enríquez, Federico Falco. En pocas literaturas -sin duda la norteamericana, con su gran cantidad de revistas especializadas en narración breve- el cuento tiene semejante prestigio.
Pensemos en escritores argentinos que no se recuerdan, al menos en primer orden, como cuentistas. La obra cumbre del mendocino Antonio Di Bendetto es una novela, una de las mejores de la literatura en español del siglo XX, “Zama”. Las otras dos novelas que se publicaron, junto con Zama, bajo el título de “Trilogía de la espera” -“Los suicidas” y “El silenciero”- conforman lo central de su obra. Pero hay también un Di Bendetto cuentista, que escribió joyas de la narrativa breve como lo son “Aballay”, “La ira de Dios” o “Caballo en el salitral”. Con el santafecino Juan José Saer ocurre algo similar. Escribió un volumen de poesía y tres libros de ensayos y, sin dudas, lo más destacado es ese corpus sólido de doce novelas publicadas entre 1964 y 2005. Aunque también hay un Saer cuentista, oculto, silencioso, el de “Palo y hueso”, “Sombras sobre vidrio esmerilado” o “El taximetrista”. A esa lista habría que agregar a Rodolfo Fogwill, novelista consagrado que escribió una de los mejores cuentos de la literatura argentina, “La larga risa de todos estos años”.
Otra posible lista podrían conformarla los narradores totales, los que trabajaron el cuento y la novela con la misma eficacia. Haroldo Conti publicó, entre 1962 y 1975, intercalados, tres libros de cuentos y cuatro novelas. Lo mejor de su obra es, tal vez, una novela, “Sudeste”, y un libro de cuentos, “La balada del álamo carolina”. Se podría agregar a Adolfo Bioy Casares, su novela “La invención de Morel” fue un hito dentro de la literatura fantástica y, a su vez, es uno de los grandes cuentistas de argentina.
Un caso particular es el de Roberto Arlt. Podríamos pensarlo como un no cuentista que escribió grandes cuentos. Las cuatro novelas de Arlt, sobre todo las dos primeras, “El juguete rabioso” y “Los siete locos”, son la parte de su obra que mayor reconocimiento y lectores obtuvo; sus dos grandes personajes, Silvio Astier y Remo Erdosain, salieron de esas novelas. Luego, tenemos al periodista de las “Aguafuertes”, esos textos inteligentes, punzantes, que se publicaban una vez por semana en el diario y se volvieron muy populares; abundan las ediciones y muchas de esas columnas aún tienen plena vigencia. También está el Arlt dramaturgo; trascendió menos en el tiempo pero en la década del 30 siempre se representaba una obra de Arlt en el mítico Teatro del Pueblo. El Roberto Arlt menos conocido es el cuentista. Tuvo que incursionar en el cuento como respuesta a un axioma nunca escrito: para ser escritor argentino hay que escribir cuentos.
En 1932 publicó “La luna roja”. Así comienza:
“Nada lo anunciaba por la tarde.
Las actividades comerciales se desenvolvieron normalmente en la ciudad. Olas humanas hormigueaban en los pórticos encristalados de los vastos establecimientos comerciales, o se detenían frente a las vidrieras que ocupaban todo el largo de las calles oscuras, salpicadas de olores a telas engomadas, flores o vituallas.
Los cajeros, tras de sus garitas encristaladas, y los jefes de personal rígidos en los vértices alfombrados de los salones de venta, vigilaban con ojo cauteloso la conducta de sus inferiores. Se firmaron contratos y se cancelaron empréstitos.
En distintos parajes de la ciudad, a horas diferentes, numerosas parejas de jóvenes y muchachas se juraron amor eterno, olvidando que sus cuerpos eran perecederos; algunos vehículos inutilizaron a descuidados paseantes, y el cielo más allá de las altas cruces metálicas pintadas de verde, que soportaban los cables de alta tensión, se teñía de un gris ceniciento, como siempre ocurre cuando el aire está cargado de vapores acuosos.
Nada lo anunciaba.
Por la noche fueron iluminados los rascacielos.
La majestuosidad de sus fachadas fosforescentes, recortadas a tres dimensiones sobre el fondo de tinieblas, intimidó a los hombres sencillos. Muchos se formaban una idea desmesurada respecto a los posibles tesoros blindados por muros de acero y cemento. Fornidos vigilantes, de acuerdo a la consigna recibida, al pasar frente a estos edificios, observaban cuidadosamente los zócalos de puertas y ventanas, no hubiera allí abandonada una máquina infernal. En otros puntos se divisaban las siluetas sombrías de la policía montada, teniendo del cabestro a sus caballos y armados de carabinas enfundadas y pistolas para disparar gases lacrimógenos”.
Toda la pericia del cuentista está en el comienzo del texto. El trabajo con la condensación es clave para pintar la situación en la que aparecerá la luna roja gigante. El cuento es contracción, los personajes del comienzo solo se mencionan, no hay expansión sobre sus vidas, sus gustos, sus destinos. Arlt elige acciones cotidianas y ordinarias para construir el constraste con la aparición extraordinaria; algunos declaran amor, otros supervisan el trabajo, otros miran las vidrieras; solo el narrador sabe lo que pasó luego y lo anuncia desde comienzo pero sin nombrarlo: Nada lo anunciaba por la tarde. Desde la primera oración se anticipa que algo pasará, algo vinculado con el efecto dentro del texto, eso que aún no se anunció y ya aparecerá.
Ocurre algo extraño, la ciudad urbana con rascacielos y muchedumbres comienza a volverse extraña; los animales se liberan y deambulan por la ciudad, la oscuridad roja cubre el cielo y comienza de a poco a cubrirlo todo. El texto avanza, detallado, con paciencia; se describen escenas como tomas cinematográficas. El apocalipsis aparecerá, como una gran luna roja, sobre el final. Eso que se anunció desde la primera línea, y que fue demorándose durante todo el texto sin decir nunca qué es lo que altera a las personas y los animales, encuentra su irrupción en el final:
“Oblicuamente un inmenso cañón negro colocó su cónico perfil entre cielo y tierra, escupió fuego
retrocediendo sobre su cureña, y un silbido largo cruzó la atmósfera con un cilindro de acero.
Bajo la luna roja, bloqueada de rascacielos bermejos, la multitud estalló en un grito de espanto:
—¡No queremos la guerra! ¡No…, no…, no!
Comprendían esta vez que el incendio había estallado sobre todo el planeta, y que nadie se salvaría”.
El cuento es una pieza de relojería, nada sobra, nada falta. En “La luna roja”, el periodista, novelista y dramaturgo Roberto Arlt se consagró como cuentista.
Lecturas:
“La luna roja” de Roberto Arlt
Ejercicio de escritura:
Elegir un cuento de literatura argentina del siglo XX y reescribirlo con un final alternativo.
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