Entretextos: seis poemas de Nahuel Sardi
Escritos en su tiempo libre, estos seis poemas "misceláneos y sencillos", como los define el autor, retratan escenas y momentos a través de su mirada.
Nahuel Sardi.
I. La ruina de un muelle
De un extremo parece que la ruina contempla
las olas y los vientos cruzados del oriente,
rebruñendo la vista del horizonte azul
con la espuma del mar que las rompientes le echan
en la rampa que cuelga de aquél confín del muelle.
Pero en el otro extremo, suspendida, vigila,
como sobre un pequeño precipicio, la muerte.
El flujo y el reflujo de la orilla, la arena
cubierta y descubierta; la línea que la sal
dibuja en recorridos sinuosos, que se borran
en pos de otros que llegan, como cuantos llegaron;
el médano, que sube, incrustado de rocas,
suculentas, papeles, margaritas, palabras,
hormigas, caracoles, un mate, una abeja,
las pinzas de un cangrejo desmembrado, la uña
que ha crecido en la punta de mi dedo pulgar,
e incluso el cosquilleo de la pierna dormida
cuando se desenrosca y presenta las yemas
de cinco dedos pálidos, insensibles e inmóviles,
¡nada distrae su vista de la extinción humana,
porque todo penetra con su visión la ruina
desde lo hondo de un tiempo natural, más que histórico!
Su senda conectó la ciudad y el abismo.
Se arrojó la atención de muchos pescadores
y andantes que la usaron al mar, adonde irán
todos los edificios de la costa algún día,
cuando el derretimiento de los polos anegue
Mar del Plata en el fondo de un tiempo subacuático.
Por eso ha de mirar y esperar si los pies
van dejando en la playa sus huellas mientras vuelven
a casa, mientras cae lentamente la tarde.
Por eso y por sí misma, por su propio derrumbe.
¡Una noche, ni ruinas acaso quedarán!
Mientras tanto, la aurora las seguirá alumbrando.
II. Sombras marplatenses
Entre el mar y la noche la sombra estaba abierta,
¡y estaban tan perdidas las luces de la costa!,
y volaba la helada estela de un satélite
entre nubes lluviosas apenas distinguibles.
Yo estrellas apagadas de la galaxia, pocas,
me puse a contemplar, con bastante trabajo.
Perdí, tras el fantasma de un relámpago, algo,
un lucerito anónimo sobre el torreón de monjes.
Caminé por la calle de aquella costanera,
llena de piedra aguada y fulgores de lámparas,
y entré, por avenida Colón, en Mar del Plata.
Entre el smog y un viento de aliento numeroso,
en líneas bajo estrechos balcones, avanzaban
los miembros de otros cuerpos, y allí se perdió el mío.
III. Un eclipse de una tarde
Soy testigo casual de la flor carcomida
que cae cuando la brisa entre los pastos sopla;
de un pueblo de nerviosos y mudos pajaritos,
que van por su pitanza de esta tarde en la plaza,
¡cuidando de que no los aplasten las máquinas!;
de aquella risa triste, tan triste, que se fue,
después de haber tomado un litro de cerveza
con un silencio, triste, más triste y más callado.
Ahora el último eco de esa risa se pierde,
como polen, después de impregnar estos versos,
¡y atestiguo tu luz, sol, tu luz amarilla,
que el sombrío ramaje cableado de los plátanos
adora con los mismos puentes que a las pestañas
me van trayendo el fin del poema y de la tarde!
Soy testigo de tejas, del techo de la noche,
que -mientras aún los pájaros por la brisa se mecen,
la flor caída arrolla la pitanza, el eco
ríe, y arroja un palo un niño, y una moto
acelera y un perro muerde carroña fría,
y un testigo casual se levanta y se va-,
con su eclipse invadió la luz y anocheció.
IV. Reminiscencias del fuego
¡Leños de noche espléndida, fuego de las estrellas!
A carcajadas beben, los amigos conversan.
Y cerca los caballos relinchan, sopla el viento.
Y dentro de los pechos late la noche espléndida,
como crepita el fuego en el tronco, y calla
la estrella su fragor, que viaja hacia acá…
Es que el destino acaso de todos, es el nuestro,
del curso de esta sangre que acampa entre dos barros,
que huye y que está sentada alrededor del fuego.
Ya no estoy loco. Si antes lo estuve, ahora no.
Tarde o temprano en nuestras manos, la humanidad…
aunque los días sigan escanciando su lumbre,
y absorbiendo el celeste de los cielos la noche,
y sigamos tan ebrios de sueño, tan dormidos…
¡tarde o temprano en nuestras manos todo estará!
V. Soneto al aire común
La ola que muestra sombras y da la espalda al sol,
trae desde el horizonte la voz de la rompiente,
un murmullo o fragor de tormenta, de agua
que de las vaporosas fuentes se arroja al mar.
Después, cuando en la espuma revientan las burbujas,
y el cielo sopla viento y arena en la ciudad,
esparciendo un extenso silencio sobre todo,
la luz del sol alumbra la paz de los que esperan.
Lector, si el mismo tiempo que en estos versos corre,
los lleva a despeñarse contra tus propias ansias,
¡con los ritmos que arrastran, vibremos, si podemos!
Tal vez así logremos conversar, de algún modo,
no con nosotros mismos, ni entre nosotros, sino
con todos los que están en el aire común.
VI. La tormenta no tiene voceros
La tormenta no tiene ni necesita el canto
para pasar volando cerca de las pupilas
con su éter de relámpagos, sus rayos, sus neblinas,
sus vientos, que en los pechos todo lo acallan tanto,
su máquina divina de luces que a la sombra
de la muerte podrían llevarte, de repente,
¡oh, lector de estas frases! El canto está en la fuente.
Antes de las galaxias. Donde hasta Dios se asombra.
Cuando en plena tormenta una ventana se abra
para escuchar la música fundamental de un verso,
se oirá que eso que vuela no dice una palabra.
¡Y no será posible, oyendo cuando cunda
el trueno en que se arrase la voz del universo,
ver -recordar y ver- la luz que se derrumba!
(*) Nahuel Sardi nació en 1992 en Mar del Plata. Aunque se crió mayormente en Madariaga, los pagos de su infancia, volvió a la ciudad cuando eligió estudiar Letras en la UNMdP. Actualmente, trabaja en gastronomía. “Cada tanto, retomo o emprendo alguna lectura aislada, pero nunca fui ni seré un escritor culto”, cuenta el autor a LA CAPITAL. Y así presenta esta selección: “En el transcurso de estos últimos años, mis (escasos) tiempos libres se han consumido mayormente en la redacción de poemas misceláneos y sencillos, como los que aquí comparto, o en la de algunos otros, más pretenciosos, extensos y de carácter narrativo, seguramente fuera de mi alcance, como esos que sin duda quemaré antes de morir”.
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