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Cultura 28 de agosto de 2020

Historias de Barrio: Olimpíadas personales

Toda una vida para acomodarse y saltar al otro lado de un tirón.

Por Enriqueta Barrio (*)

Le tenía una bronca…pero una bronca

Una bronca que le hacía arder el estómago, quemar las mejillas y secar la boca; que la invadía con la fuerza de una ola gigante, imparable; que le ocupaba cada centímetro de su cuerpo adolescente.

La veía entrar al aula toda resuelta, con la cola de caballo balanceándose de un lado a otro, y el cabello brillante y pesado ya la ponía de mal humor. Se tocaba automáticamente el flequillo en el que insistía desde marzo y lo percibía crespo, como virulana, al que no había manera de doblegar a su voluntad y a la de la moda del momento. Se lo estiraba mientras la miraba de reojo; ahí estaba ella, sacando los útiles de la mochila y todo salía impecable: la carpeta forrada de Sarah Kay, llena de hojas rayadas y cuadriculadas de la mejor calidad; la cartuchera con una Parker bordó de capuchón plateado con la que hacía la letra más linda y pegamento en barra, de una marca alemana impagable, que adhería los mapas en papel de calcar dejándolos prolijos e inmaculados.

Ay, que bronca le daba. Miraba sus hojas berretas, a las que había que llenar de ojalillos porque los márgenes se desgarraban a la segunda guardada, su lapicera 303 que le dejaba el índice azul, y la plasticola a la que la apretabas un poquito de más y se despanzurraba en el pupitre, y que arrugaba los mapas arruinado lo que tanto le había costado hacer.

Ni un granito tenía Cecilia. La piel suave y fresca, apenas rosada, que se bronceaba fácilmente, con naturalidad, empezando octubre, no como la suya, blanca como la leche, a la que el sol llenaba de ampollas que al otro día se abrían dejando caer la piel vieja, pelándose de pies a cabeza, para volver a empezar y no llegar nunca al dorado.

El colmo era en gimnasia.

La profesora las obligaba a saltar el cajón, una proeza sin la cual parecía que no se podía sobrevivir, que consistía en tomar carrera y en una especie de pequeño trampolín, rebotar lo suficiente como para revolear el cuerpo sobre un cajón alto y caer del otro lado cual Nadia Comaneci, parada y esbelta, sobre una colchoneta.

Por supuesto que Cecilia era una gacela que apenas tocaba el cajón y la profesora la felicitaba embelesada.

A ella, en cambio, le faltaba decisión en el final y rebotaba en el trampolín pero con poca convicción, insuficiente para pasar del otro lado, y debía repetir la secuencia varias veces, hasta que ganaba por cansancio y la profesora con voz resignada le decía “Dejá, Morales, ponete atrás en la fila, practicalo en tu casa”, sabiendo que eso era imposible, que en la casa nadie tiene un cajón para saltar.

Encima la piba era buena. Era macanuda, solidaria, sin ínfulas.

Eso le daba más bronca todavía….no era bronca contra ella, sino contra el Destino, que le había dado dientes torcidos y pie plano; una madre a la que le gustaba más el coñac que la vida, y una timidez insoportable, que la ponía bordó cuando la nombraban.

Pensaba que el mundo era tremendamente injusto, apabullante y cruel con ella y sumamente complaciente, acolchonado y benévolo con su compañera.

El broche de oro fue, claro, el baile de egresados.

En su casa no había un mango, y ella fue a la fiesta sola, sin familia, lo cual visto de algún lado era una ventaja. La idea de su madre sumada a la canilla libre que ofrecía la tarjeta, hubiera sido pavorosa.

Consiguió prestado un vestido de estilo campesino y romántico, lleno de volados, que era El Horror en sí mismo y pensó que con poco arreglo, algo natural, iba a estar mejor.

Eso pensó hasta que llegó al Salón, justo para ver bajar a Cecilia del auto familiar, divina, en blanco y plateado, maquillada y peinada por expertos. No, el estilo natural no era mejor. Ay, que bronca tremenda.

Quizá esta historia debiera terminar con una situación en la que se enseñara que las cosas no son lo que parecen, en la que Cecilia fallara en algo y se viera que detrás de esa perfección había un drama escondido y que los ricos también lloran.

Pero esto es la vida real, y hoy en terapia, treinta años después, ella habló toda la sesión de Cecilia y revivió lo que sentía al mirarla de reojo y recordó la carpeta, la clase de gimnasia, las ampollas y el baile de egresados. Se sorprendió al ver la nitidez de sus recuerdos, a los que no acudía hacía tanto tiempo.

Salió a la calle y sintió el aire fresco en la cara, estiró la espalda y miró alrededor victoriosa.

Toda una vida para acomodarse en el trampolín frente al cajón, rebotar con decisión y saltar al otro lado de un tirón.

Como Nadia Comaneci, pensó, y se rió al sol.
(*) en Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, [email protected]