Itinerarios de lectura: el poder de la transformación
Nomi Pendzik invita en esta nueva entrega a disfrutar de “La más bella historia de odio jamás contada”, un texto de la escritora dominicana Berenice Baldera Navarro que reescribe "Romeo y Julieta", con ironía, guiños a nuestra época y un desenlace inesperado.

Berenice Baldera Navarro.
Por Nomi Pendzik (*)
Hace algunas notas mencionamos al gran Marco Denevi, analizando cómo sus obras dialogan con textos preexistentes: los parodian, los actualizan, los imitan, les dan otro destino a sus personajes. Hay tantos modos de recrear textos de otros que la enumeración puede volverse muy extensa. Y siempre resulta fascinante ver cómo las mismas historias desembocan en caminos tan diversos.
También la extraordinaria escritora dominicana Berenice Baldera Navarro trabaja con las relaciones intertextuales en este relato inédito que hoy les presento. Ya desde el título nos da la pista de cuál es el punto de partida: Romeo y Julieta, de Shakespeare –a quien incluso el narrador en tercera persona nombra dentro del cuento, por si algún lector distraído se perdió la referencia–. Y además nos revela el tono con que presentará a estos conocidos personajes. No será de ninguna manera “La más bella historia de amor jamás contada”, como se suele calificar a los trágicos amores de los trágicos amantes de Verona.
Mediante su brillante estilo, la transformación que opera Berenice juega con la ironía, le manda al lector guiños al incorporar situaciones típicas de nuestra época. Y, fundamentalmente, le sirve en bandeja de hierro un desenlace tan inesperado como voluntariamente brusco.
¡Que lo disfruten!
***
La más bella historia de odio jamás contada
Por Berenice Baldera Navarro
Las rencillas entre los Capellán y los Montañez era cosa que venía de muy lejos y había llegado muy lejos. En el pueblo todos sabían que, tarde o temprano, las dos familias alcanzarían un punto de no retorno.
Y, efectivamente, así sucedió.
Los motivos de su enconado odio se perdían en el horizonte del tiempo, un tiempo de años en el que las dos familias se habían enzarzado en un ojo por ojo y diente por diente, que había comenzado como un desquite literal y después se había materializado en una metáfora sangrienta. Por eso, las dos familias tenían sus tuertos, sus tempranos usuarios de dentaduras postizas y sus difuntos ultimados por el bando contrario. Los pormenores de quién había ofendido primero a quién, quién había agredido con la primera piedra, quién había abierto el marcador con el primer muerto, y otros importantes detalles de la inacabable tirria que unía sus historias, provocaban conjeturas y teorías que se tejían hasta el infinito, tema de conversación fundamental en fiestas, velorios y partidas de dominó.
La discordia épica entre los Capellán y los Montañez incluso había escalado a patrimonio folklórico. Todo el país sabía de ellos y de su malquerencia. Y en el pueblo, los habitantes se habían convertido en una extensión del enfrentamiento: no había persona que no hubiera definido su lealtad y engrosara las filas de uno u otro bando. El fanatismo por un equipo de pelota, las afiliaciones a los partidos políticos, incluso la elección de un credo, todo se definía por las preferencias de las dos familias.
Numerosas familias: ningún candidato a gobernador los dejaba fuera de su programa de campaña.
—Si votan por mí —aseguraba uno de los candidatos en una entrevista—, al otro día se estará firmando la paz. (…)
Pero, al ganar, el gobernador de turno avivaba la inquina solapadamente, porque esa rencilla histórica era motivo de peregrinaciones turísticas, que engrosaban los ingresos del cabildo.
Además, los ciudadanos de a pie también se beneficiaban del pleito: cada familia intentaba superar a la otra en buenas obras, regalando canastas para paridas, cajas de muerto, la zapata de una casa, una estatua o luces para el parque, y otras donaciones.
Cada tanto, la cosa se avivaba con violentos encuentros entre los Capellán, los Montañez, y sus acólitos, encuentros que todo el mundo veía venir desde días antes, como se espera el fuego cuando un mechero se acerca a un quemador, y que se saldaban con heridos, apresados, o dos o tres muertos. (…)
Un día, todavía con la resaca de las fiestas patronales, el pueblo entero supo que algo pasaba. En la vida cotidiana se instaló un silencio extraño, una tensión diferente a cualquier otra que hubieran experimentado antes. En el aire palpitaba un secreto de consecuencias demoledoras.
El secreto irrumpió una mañana, como el agua de una presa rota: los benjamines de las dos familias, Ramiro y Julia, se habían enamorado. El acercamiento entre los dos había pasado inadvertido entre la algarabía del carnaval, y desde entonces se veían en secreto en zona neutral: la casa del gobernador.
Todos se aprestaron a presenciar un drama de proporciones apocalípticas. Los más, hacían alusión a una película donde pasaba algo igual, y los instruidos citaban fragmentos de una obra de Shakespeare.
Sin embargo, la realidad pareció burlarse de las expectativas, y la sorpresa no tuvo parangón cuando, después de meses de que el ojo vigilante del pueblo siguiera cada paso de los dos enamorados, los patriarcas de las dos familias anunciaron que sus respectivos hijos, Ramiro Capellán y Julia Montañez iban a contraer matrimonio.
Se casaron una hermosa tarde de finales de marzo, como si hubieran querido darle la bienvenida a la primavera, en el estadio de pelota. Los Capellán, y la fracción del pueblo que les eran adeptos, se situaron en las gradas que miraban hacia el sur. Los Montañez y sus seguidores ocuparon las gradas contrarias. La ceremonia se llevó a cabo sin contratiempos ni sorpresas, a pesar de que en la amplia tarima colocada en el centro del estadio se celebraron dos ritos: uno oficiado por un pastor, de acuerdo a las creencias de los Capellán, y otro por un sacerdote, de acuerdo a las de los Montañez. El orden de preeminencia de los ritos se decidió con una humilde moneda de cobre lanzada al aire por el gobernador, en presencia de todos.
El cabildo dictó una resolución declarando tres días de festejo, y de la capital llegaron los medios de prensa a cubrir la boda y las celebraciones, que alcanzaron categoría de bacanal y que hicieron agotarse las reservas de ron de las ciudades vecinas. Ni siquiera en el jolgorio de esos tres días, y en medio de ese mar de alcohol y puerco en brasa, se dejaron caer los recelos: una invisible raya de Pizarro impedía que se mezclara la multitud, indefectiblemente separada en Capellanes y Montañeces.
Únicamente los novios parecían ajenos a todo lo que no fuera su amor. Un amor que maravillaba, y que hacía resplandecer a la encantadora y grácil novia, con sus hermosos ojos color de bronce, y que resaltaba el porte regio y varonil del novio. No pocos murmuraron que hasta en eso se había materializado el odio con el que competían las dos familias: cada una se había esforzado en parir el ejemplar más perfecto. (…)
La nueva pareja se instaló a vivir su romance de ensueño en una encantadora casa, en un punto equidistante de sus respectivas familias. Y al pueblo, pasados los festejos, lo invadió la depresión y la incertidumbre. Una abrumadora sensación de vacío llenaba los corazones, desde el del gobernador hasta el del más humilde.
Así como antes se habían declarado tres días de fiestas, ahora parecía haberse declarado duelo. Algunos de los que más se habían beneficiado de la sempiterna inquina llegaron al suicidio, previendo que sus hasta el momento pródigos bienhechores no serían tan espléndidos en la paz como lo fueron en la guerra: con la recién estrenada concordia, ya no tendrían necesidad de demostrar quién era más dadivoso.
A la caída de la tarde, el parque se llenaba de curiosos que se agrupaban alrededor de los más entendidos:
—Pues con todo y todo —exponía uno, con aire docto—, yo digo que hay esperanza. ¿Ustedes no han notado que a don Cayetano y a don Gregorio no se les ve tan felices?
—Es que no es fácil echarle agua bendita a todo lo que se han hecho —rebatía otro—. Pero dele tiempo a eso, y usted verá. Cuando esos tortolitos empiecen a dar cría, se echarán a los abuelos en un bolsillo. Espere y verá.
Y no tuvieron que esperar mucho.
Pero, una vez más, la realidad se burló de las expectativas.
Al día de hoy, la comisión independiente que investiga el impactante y horrible suceso —creada únicamente para salvar apariencias— no ha rendido su informe.
A nadie le interesa tampoco. Para qué, si ya el pueblo ha vuelto a ser lo que era, entretenido en las amenas conjeturas, teorías y nuevas venganzas de los Capellán y los Montañez. Entretenido en la inacabable narración de la más bella historia de odio jamás contada —patrimonio del pueblo y del país—, que anima las fiestas, los velorios y las tardes de dominó.
Teorías entre las cuales no falta aquella de que alguien planeó la tragedia de los benjamines, para que el alma volviera al pueblo.
Porque lo cierto es que, apenas dos semanas después de la boda, Ramiro fue encontrado muerto en el comedor de su casa. En la mesa, exquisitamente servida, permanecían los restos de una cena hábilmente envenenada. No hubo manera de comprobar si el disparo que le propinó a Julia en la cabeza fue dado con su último aliento, después de saberse irremediablemente envenenado por ella. O si planeaba matarla, y lo hizo, para después, fríamente, sentarse a cenar, ajeno a toda sospecha del veneno que bullía en los deliciosos manjares.
(*) Para leer las anteriores notas de la columna “Itinerarios de lectura” de Nomi Pendzik, hacer clic acá.

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