La estación de las sombras: “En el pensamiento”, de César Aira, ganó el Premio Finestres de Narrativa
Una lectura de la novela galardonada por la Fundación Finestres de Barcelona. El jurado, compuesto por Jordi Costa, Mathias Enard, Camila Enrich, Mariana Enríquez y Carlos Zanón, elogió “el lúdico placer de fabular del autor, la profunda ligereza, y la aparente sencillez de una prosa y una estructura de una novela que viene a sumarse a un proyecto literario monumental".

César Aira. Foto: EFE.
Por Carlos Aletto
El niño observa desde la cama la llama temblorosa de la vela, cubierta con un cilindro de papel que su madre ha improvisado, mientras las sombras se proyectan en las paredes de su cuarto. Esa luz mínima, que parece a punto de extinguirse —pero que también podría, en cualquier descuido, convertir el frágil cilindro en fuego— es también la materia de la que están hechos los recuerdos en En el pensamiento, la novela con la que César Aira acaba de recibir el Premio Finestres de Narrativa.
La descripción inicial oscila entre la certeza y la duda: el narrador, ya adulto, evoca fragmentos de su primera infancia en El Pensamiento, una estación ferroviaria perdida en la vasta llanura bonaerense. Sin embargo, esos recuerdos parecen resistirse a tomar forma definitiva, como si el pasado fuera esa serie de imágenes fugitivas que se ven desde la ventanilla de un vagón. Esta idea funciona como una declaración de principios: la novela será una exploración de la memoria y sus deformaciones, así como una meditación sobre el poder de la ficción para completar esos vacíos inevitables. El título, más que una referencia geográfica, opera como una alegoría de los mecanismos caprichosos de la conciencia, donde el pasado se entrelaza con la ensoñación y la fabulación.
La infancia en El Pensamiento se convierte así en un ejercicio de escritura sobre la imposibilidad de fijar la memoria. Esta ambigüedad, que evoca las exploraciones de Proust y Nabokov, adquiere en Aira una dimensión irónica y desencantada, donde la nostalgia y lo real se revelan como un espejismo siempre a punto de desvanecerse.
La presencia del padre es omnipotente y espectral, marcada por un pragmatismo feroz. Este exitoso inmigrante europeo es la figura contrastante de la madre. Los relatos sobre sus viajes a Pringles y las transacciones comerciales que emprende lo configuran como un símbolo del progreso capitalista que avanza sin tregua.
El gran Packard negro, único auto en el pueblo, deviene una extensión misma de su poder. La fascinación del niño por el auto y por esos desplazamientos periódicos revela la tensión entre la estabilidad del espacio familiar y el impulso por abandonarlo hacia un futuro incierto. La relación con el padre, mediada por la distancia y el temor reverencial, se articula a través de escenas puntuales pero significativas, como los breves diálogos y miradas que apenas se cruzan, evitando siempre encontrarse del todo. Esta figura paterna, que recuerda por momentos a los patriarcas de la novela latinoamericana, se convierte en una presencia ineludible, cuyo silencio pesa más que cualquier discurso. En contraste, la madre aparece como un refugio frente a la vastedad inquietante de los campos y la soledad del pueblo. La vida doméstica, organizada en torno a pequeños rituales como las comidas, los pícnics junto a los ríos y las tardes en el campo, parece flotar en el tiempo, suspendida entre el presente y el pasado.
La figura de la madre, con su “sumisión campesina”, encarna la resistencia silenciosa frente a los cambios que impone el padre y el destino inevitable de la mudanza a Pringles. Aira utiliza esta figura para explorar un tipo de silencio femenino cargado de sentido: la economía expresiva, la incapacidad para narrar cuentos al hijo, sugiere que lo esencial permanece en lo no dicho y en los gestos mínimos.
La llegada del preceptor, contratado por el padre para educar al niño, irrumpe en la monotonía del pueblo como una figura ambigua. Su papel excede el de un simple maestro: introduce un elemento de extrañeza y desconcierto en el orden familiar. Joven e inexperto, el preceptor parece más interesado en escribir cartas interminables a sus padres, cargadas de detalles triviales y resentimiento, que en enseñar. La obsesión por la escritura minuciosa y exhaustiva convierte el acto de narrar en una forma de controlar el caos del mundo. Las supuestas lecciones se diluyen en charlas improvisadas, dispersas y fragmentarias, con lecturas azarosas del libro El Tesoro de la Juventud. La relación entre el preceptor y el narrador, marcada por una mezcla de admiración infantil e incomodidad latente, sugiere tensiones implícitas en los gestos, los silencios y la proximidad física, aunque estas nunca lleguen a explicitarse del todo en el texto. “…y me tomó de la mano; nadie lo hacía conmigo, no se usaba como con los niños urbanos cuando cruzan la calle. Pero me gustó…”, dice el narrador, revelando en esa simple confesión la complejidad emocional de un vínculo que oscila entre la fascinación y el desconcierto.
El tren, símbolo del progreso y la muerte, atraviesa la trama como una metáfora del paso del tiempo y de la inevitabilidad de la partida. La desaparición de una locomotora electriza la monotonía del pueblo, convirtiéndose en una suerte de misterio colectivo. Este episodio resuena de manera particular en el contexto argentino: las vías férreas, que trazaron durante el siglo XIX y XX la cartografía de la conquista y la expansión hacia territorios indígenas, funcionaron también como arterias vitales para las economías regionales. Sin embargo, el cierre masivo de estaciones y ramales durante los años 90, que condenó a miles de pueblos a la desolación, imprime a la imagen del tren en la novela un sentido adicional: el de la derrota, el de un país fragmentado y oxidado. La obsesión del narrador con las vías refleja tanto el deseo de escapar como el temor a lo desconocido, en una oscilación constante entre el impulso de abandonar y el anhelo de permanecer.
El misterio de la locomotora se convierte también en una alegoría de la memoria: algo que se pierde y retorna, deformado, cargado de significados nuevos. La búsqueda del narrador por descifrar este enigma se revela como un intento desesperado por dotar de sentido a una serie de eventos caóticos y dispersos. Aira traza un paralelismo inquietante entre la desaparición de los trenes y la erosión de la memoria colectiva, mostrando cómo el olvido y la desintegración avanzan con la misma precisión implacable de una locomotora en marcha.
La partida definitiva de la familia hacia Pringles, narrada con una mezcla de resignación y alivio, simboliza el triunfo del padre y su lógica capitalista: un mundo donde todo se compra y se vende (y se olvida). El narrador, mientras abandona El Pensamiento, contempla por la ventanilla del auto la estación y los campos desvaneciéndose en la distancia, comprendiendo que ese pasado, con su carga de imágenes y rituales, quedará atrapado para siempre en el territorio del pensamiento.
La ausencia predominante de nombres propios para los personajes en En el pensamiento refuerza la atmósfera de irrealidad y memoria difusa que atraviesa toda la novela. Aira opta por designarlos a través de sus roles familiares –el padre, la madre, el preceptor, el narrador– desdibujando así las individualidades y subrayando que los detalles concretos se desdibujan para dar lugar a funciones, impresiones y gestos mínimos. En contraste, los escasos nombres propios que sí aparecen, como el tío José, la tía Elba o el señor Sáenz, adquieren el valor de pequeños anclajes en la realidad cotidiana, fragmentos tangibles en medio de la indeterminación generalizada. Algo similar ocurre con los nombres extravagantes que reciben los caballos –mandrágoro y Fosforeno–, detalles que agregan un toque de ironía y absurdo al universo rural descripto por Aira.
Como ese tren que atraviesa El Pensamiento para perderse en la noche, la novela de Aira se aventura más allá del horizonte del realismo tradicional, consciente de que su destino último es la incertidumbre misma. Al deslizarse sobre las vías borrosas de la memoria, En el pensamiento transforma lo íntimo en universal y lo insignificante en esencial, revelando que recordar es siempre narrar aquello que inevitablemente huye, sombras proyectadas por una conciencia que oscila entre la lucidez y la fantasía. Aira logra así, con esta obra premiada, sugerir que el verdadero territorio de la memoria no es otro que el vacío que dejan los recuerdos cuando desaparecen, un paisaje construido con palabras que permanecen apenas el tiempo necesario para revelarnos su belleza inestable.

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