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Opinión 4 de agosto de 2018

Escribir mal no cuesta nada

por Alberto Farías Gramegna

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“Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”- Gabriel García Márquez.

Escribir mal no cuesta nada. Escribir conforme a las reglas de la ortografía y la gramática castellana, en cambio, es un poco más costoso. Ignorarlas puede distorsionar el significado de las palabras, es decir tergiversar a la misma semántica. Cuesta pues un esfuerzo de intención, de voluntad, de conocimiento y de posibilidad. Claro está si no se tiene una disfunción sensoriografocognitiva: dislexia, disgrafía, etc. que es una cuestión de salud fuera del propósito de análisis de este artículo.

Entre la cita de Freud y la de Márquez, con las que iniciamos este artículo, hay un aparente antagonismo propositivo y conceptual, que puede matizarse si tenemos en cuenta que uno fue un eminente clínico y teórico del lenguaje de la psiquis, amante de las letras clásicas y el otro un creativo escritor de ficción, artífice retratista social con una pluma llena de magia. En esta ocasión no puedo ni quiero acompañar la opinión del recordado “Gabo”.

Soy de los dinosaurios que honran -por lo menos lo intento y no sin esfuerzo- la “buena escritura”. No me refiero a la “malas palabras” a las que aludía magistralmente Fontanarrosa en aquel Congreso de la Lengua: “mierda” o “pelotudo” son irreemplazables, a condición de no usarlas como muletillas. Luego, no podría escribir horrores -como leo en Facebook- : “por fabor” o “baca” (sic), con “b labial”, como hubiese dicho mi maestra de primaria, un ejemplar sarmientino que hoy es imposible encontrar entre tanta grotesca desmesura gremial, porque afectaría mi sistema nervioso.

Tampoco podría escribir “vurro” (sic), con “v corta” o “uve”, como me he acostumbrado a decir en España, porque una horrible vergüenza me asaltaría turbando mi equilibrio emocional. Exagero para enfatizar que los errores de escritura, la “mala” grafía, me producen un malestar que influye en la valoración del contenido del mensaje. ¿Prejuicio ideológico? ¿”Gorilismo” elitista, como quizá diría algún presunto “progresismo”? Puede ser, pero antes de prejuzgar mi actitud respecto al lenguaje, quisiera pedirle al lector que me permita algunas consideraciones en mi defensa.

Una red llena de agujeros

Más allá o más acá de los fallos formales de la escritura, -la inversión de dos letras, por ejemplo: “denrto” por “dentro”, proceso que responde a una causalidad psicológico mecánica, ya que según Tom Stafford “lo que vemos en el texto compite con nuestra imagen mental; si ya sabemos la palabra que sigue es muy probable que la mente la complete anticipadamente y por lo tanto no vea el fallo”- me interesa analizar los errores groseros, presuntamente atribuibles a la poca atención en fijar las reglas ortográficas y gramaticales (morfología y sintaxis), que observamos en las redes sociales. Para los míticos pedagógico-didácticos “Cuadernillos Rubio”, “la inmediatez que nos ofrecen las redes sociales se convierte en un arma capaz de acabar con las reglas de oro de toda ortografía “. Y así parece nomás: se han detectado entre muchos, los siguientes errores típicos (por acción u omisión y por ignorancia o intención trasgresora): ausencia de tildes (le pese o no a la RAE) ; confusión entre “a ver” y “haber”; obviar signos de puntuación, olvidar la existencia de la letra h; escribir de forma incorrecta los signos de puntuación, escribir “hechar de menos” en lugar de “echar de menos”; uso indiscriminado de las mayúsculas; olvidar que los nombres propios siempre comienzan con mayúscula, así como los inicios de las frases también; utilizar la letra k cuando en realidad va la c (en algunos casos aquí puede haber intencionalidad de sátira política); abusar de la letra j al simular las risas por escrito, confundir los puntos con las comas y viceversa; confundir la letra “y griega” con las elles, escribir “expectacular” en lugar de “espectacular”; olvidar que el verbo “haber” siempre lleva h antes de cada participio; no distinguir el uso de “¡ay!”, “ahí” y “hay”, utilizar erróneamente las palabras “había” y “habían”; escribir los imperativos como infinitivos; olvidar las tildes en los pronombres exclamativos e interrogativos; “hacer”, siempre con c (y no son s), etc.

¿Carencia educativa o desmesura contestaría?

Podría agregar, muchas otras desmesuras ortográficas, pero aquí cabe ahora una interesante pregunta: ¿Cuántos de estos errores, fallos y horrores son atribuibles a una deficiente educación escolar y a una casi nula lectura -las nuevas generaciones de clase media manejan una cantidad de palabras mucho menor que las de hace cincuenta años- y cuántos a una actitud displicente y contestataria ante la formalidad del sistema social? Y agrego otro interrogante: ¿Hasta dónde las neojergas cibernéticas y las posturas contestatarias y vindicativas explican aquellos barbarismos ortográficos? Verbigracia la cuestión de género combatiendo el “machismo lingüístico” (sic), con la caricaturesca propuesta del uso de la “e” y de la “x”, o del famoso “todos y todas”, que desconoce que “todos”, cuando se refiere a la totalidad no alude a las particularidades sexuales de los individuos sino a la cantidad de unidades incluidas: “Todos los seres humanos”. Vemos que la red de redes está llena de agujeros por donde se filtran las carencias formativas y las creencias ideológicas que, como es característica de estas últimas, tienden a sobreactuar sus postulados. Como ha sucedido siempre en la Historia, el Hombre (sensu lato) es victimario y víctima de sus carencias y desmesuras. Escribir mal no cuesta nada…aunque a veces puede salir caro.

(*): Panorama desde el blog