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Cultura 12 de junio de 2016

Londres: crónicas de busking

Trafalgar Square

Músico y compositor, Luis Caro estuvo doce días en Londres realizando perfomances callejeras. El arte de repente, los tesoros culturales, el oficio de busking y el misterio del no lugar en la sobremodernidad son partes de estos relatos -cuatro en total- que publica LA CAPITAL desde hoy y hasta el domingo 3 de julio.
Por Luis Caro

La plaza, uno de los espacios públicos más grandes de Londres, conmemora el triunfo del almirante Nelson contra Napoleón en 1805; estoy en Trafalgar Square.
En su centro, cuatro leones majestuosos, símbolos de la iconografía británica.
Las fieras, aún en su quietud de mármol, irradian respeto y poder.
Sobre la calle principal de Trafalgar Square asoma la National Gallery, el museo de arte más importante de Reino Unido.
En su galería tal vez haya más obras de Rembrandt que en los Países Bajos.
A propósito del genial pintor, quedé hipnotizado al observar uno de sus últimos autorretratos, hecho justo antes de que la peste negra acabara con su familia y, luego, con él.
En la tela, el artista tiene una mirada de tristeza infinita: esos ojos perturban.
Por la noche, en mi cama de ocasión, evoqué aquella obra.
No tuve un sueño tranquilo.
Me despertaba con frecuencia, con retazos oníricos que traían a Rembrandt, vestido de arlequín, mientras salía de su propia pintura e intentaba ir hacia los ventanales de la National Gallery, donde unas sábanas entrelazadas lo esperaban para concretar su fuga definitiva.
Cuando el pintor se sentía observado, volvía sobre sus propios pasos y se internaba dentro del cuadro para recuperar su pose inicial.
Aquella pesadilla marcó mi noche.

Al mediodía siguiente, tras la nocturnidad perturbada, instalé mi cacharro de sonido en una esquina de Trafalgar Square, frente a los ventanales donde Rembrandt jugó con mi desvelo.

Una de la tarde.
Es tiempo de busking.
Un colega pelirrojo canta folk británico. Es agradable y afinado, pero la escasa potencia de su equipo lo perjudica.
Me guiña el ojo izquierdo, señala su parlante y dice: “Not well”.
Mientras está en el último tramo de su performance, instalo mis cosas a su lado.
En Trafalgar Square, los busking tocamos una hora cada uno y, si no llega otro colega, continuamos con las canciones un rato más.
El gentío recorre National Gallery y la plaza toda.
La mayor parte de los paseantes son turistas que llegan de diversas partes del mundo.
Los asiáticos se destacan por el estallido de sus flashes. La voracidad fotográfica de los chinitos es muy molesta.
La muchedumbre impacta en mi retina.
En la calle donde pronto comenzaré a tocar, un gaitero muestra su arte frente a la entrada de la National Gallery; hacia la esquina del sur, unos clowns hacen delirar la multitud.
Los españoles dirían que, a estas horas, la plaza es un verdadero “follón”.

Estoy a instantes de desafiar a la multitud; el oficio que se tenga nunca será suficiente para mitigar la tensión previa.
El busking pelirrojo sale de escena algo perturbado. Me saluda con deferencia.
Es un muchacho grande, para decirlo en forma poética y benévola.
–Ok, man, all yours.
Me cuelgo la guitarra, respiro profundo.
Siento un cosquilleo y voy hacia adelante con decisión.
Noto que sueno bajo.
Me percato de que no habrá volumen que pueda con el gentío y la dimensión espacial.
Algunas melodías latinoamericanas suben los peldaños de mi actuación.
Me entrego mansamente.
Caen las primeras monedas.
Canto un fragmento de la opera Evita.
Más peniques; parecen de aprobación.
Las personas circulan por delante y por detrás del escenario asfáltico, en un laberinto de correderas invisibles. Pasa un grupo de desprevenidos estudiantes indolentes.
Algunos husmean el cartel que puse sobre el amplificador, con la leyenda busking: “Let the music and poetry transport you”.

El sol aparece para entibiar octubre.
Algunas espaldas tatuadas, al descubierto, desafían la baja temperatura.
Mientras suenan en el aire los versos de Silvio, Yupanki y Gelman, siento que pierdo algo de concentración.
Mi cabeza parece volver irreductible a la noche anterior; mientras canto, recuerdo a Rembrandt aparecer en las ventanas de la National Gallery.
Veo al arlequín nocturno que intenta bajar por las sábanas blancas, en una huida desesperada de su mirada retratada, aquellos ojos que auguraron la muerte…
Cuatro siglos después, ¿el vaticinio seguirá latente?

The coins continúan en un arribo continuo que se agradece.
Circulan gritos y risas jóvenes que pasan sin vestigios de melancolías.
Pero, más allá de las circunstancias, sigo atrapado en una pesadilla que me azota mientras desgrano algunas estrofas.
Como a un boxeador grogui, el oficio me manda a las cuerdas del ring.
Estoy perdido.
A estas alturas, trato de sostener como puedo la última canción.
Pero vuelvo a Rembrandt.
Busco una vez más su mirada dolida, su pesar insoportable.
Echo un vistazo a los ventanales de la National Gallery.
No lo veo.



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